sábado, 18 de julio de 2015

Gimnasia

La campeona de gimnasia dejó su profesión para dedicarse en cuerpo y alma a convivir con uno de los jueces del que se enamoró locamente tras el concurso olímpico en el que se coronó campeona.

El amor surgió como un flechazo en aquella diagonal del ejercicio de suelo en el que, en el punto más alto del doble salto mortal, sus miradas se cruzaron en el instante en el que se suspendió el mundo, el tiempo, el espacio. Aquella milésima de segundo transformó sus vidas. El juez, de una de las repúblicas caucásicas, no era precisamente un joven apuesto ni nada que pudiera acercarse a un príncipe azul. Más bien, desde lo físico, era todo lo contrario. No fue nunca agraciado. Un accidente de automóvil producido en su juventud y atendido en una clínica muy precaria hizo el resto. Bastante hizo con salvar la vida. Su cuerpo contrahecho y la cara desfigurada, no impidieron que aquella pasión por la gimnasia, por la belleza del deporte hecho arte, fuera sublimada de tal forma que encontró en el ejercicio de la justicia deportiva las cotas más altas. Llegó a ser, desde los pabellones deportivos de su recóndito país, uno de los jueces más y mejor reconocidos del panorama mundial. No había Juegos Olímpicos ni campeonatos mundiales en los que estuviera ausente. La mayoría de sus colegas hacían todos los trapicheos para conseguir estar en estas citas deportivas en las que se ganaba buen dinerito y se vivía un par de semanas, entre el antes y el después, a cuerpo de rey en los elegantes hoteles de las ciudades organizadoras. Pero nuestro juez, vamos a decir esto pues ya ha ganado al menos un inicial cariño y nos estamos poniendo de su parte, no necesitaba hacer esto. Recibía con la necesaria antelación los billetes, las reservas, las facilidades para su asistencia, las invitaciones y las cartas para que pudiera ausentarse de su trabajo en la compañía de seguros en la que trabajaba. Compañía, por cierto, que fue la misma que se portó tan mal con él cuando tuvieron que indemnizarle por el accidente. No sé si formará parte de esta voluntad de enmendar lo que no va bien o de superarse en las situaciones difíciles las que motivó este ingreso como trabajador en la aseguradora, inicialmente en los más bajos escalafones de la compañía y ahora como destacado ejecutivo nacional.

Sin duda este redactor tendrá que hacer esta investigación pues no es de recibo que un detalle tan importante esté ausente de este relato que se pretende mínimamente riguroso y que los lectores van a echar en falta.

Pero volvamos a lo que nos interesa y que nos ha dejado en ascuas, o al menos a una parte de los lectores o, sospecho, de las lectoras. ¿Cómo fue posible que, en el escaso tiempo de aquel mili segundo del cruce de las miradas en la estrambótica posición y del indudable escorzo que hubo de producirse, una gimnasta que está en el trance brutal de la máxima concentración en el ejercicio, en la diagonal más perfecta, pueda tener esta visión, casi como un fogonazo, y no solo ella, porque también se produjo la del juez que estaba en la más perfecta atención, no solo buscando el error o el fallo, sino poniendo en valor el posible desarrollo de aquel vertiginoso y poderoso, a la vez que grácil y armónico salto de la gimnasta, y que en este tiempo pueda, no digamos desviar sino hacerlo coexistir con una mirada que se va a estrellar con una mirada recíproca de ella, que tendría tan brutales consecuencias? Porque esto es lo que pasó.

Dejemos ahora de un lado las ceremonias de entrega de medallas, la audición de los himnos, la movilización mediática, los recibimientos y los homenajes, las propuestas de contratos para la publicidad, el aumento de las cuentas corrientes, las recepciones en los palacios de gobierno, las entrevistas en profundidad primero en las revistas especializadas deportivas y más tarde en las generalistas y alguna amarillas, las propuestas de novelar parte de su vida en las televisiones y hasta el cine, los elogios de los fanáticos, incluida la exacerbación de una princesa de una casa real europea, que por respeto no citaré el nombre, cuando ejerciendo una presión digna de mejor causa no dejó de insistir para que la campeona se dedicara a convertirse en profesora particular de las hijas princesitas ante la que no tuvo más remedio que plantarse y decir un no como una catedral, porque hasta aquí podríamos llegar.

Pues como decíamos, dejemos esto de un lado para recoger siquiera alguna de las cosas, a mi juicio esenciales, que sucedieron tras la mirada y que tuvieron primero que coagularse en una toma de contacto, nada fácil por cierto, porque ya se sabe que los contactos entre jueces y atletas están absolutamente prohibidos y además ellos, los interesados, eran perfectamente secretamente conscientes de la situación. Dejaron pasar, en lo que enmarcaría como una especie de telepatía emocional silenciada, varios meses antes de que pudiera producirse un encuentro.

Buscaron, cada uno por su cuenta e intuyendo firmemente que sería correspondida, una cita secreta que obedecía a los designios de su corazón. La certeza o no de los sentimientos del otro no fue, en este caso ningún obstáculo para que cada uno, en solitario avanzara en sus planes. Es evidente que todo esto se producía en virtud de este sentimiento que invoca extraños conocimientos o intuiciones, apartadas de toda lógica o evidencia racional pero con la seguridad  que existía, del otro lado, reciprocidad.  

Así pensaron que en la fiesta anual de lo que, para los no enterados, podríamos traducir como la de los premios Nobel de la gimnasia iba a producirse en la ciudad más extraordinaria del mundo nuevo que está a punto de alumbrarse.

No voy a citar su nombre, porque aparte de que su nombre está en la mente de todos los lectores, porque no sea que al nombrarla haga ir el relato hacia una deriva que nos alejaría del verdadero interés que la trama está tomando. Tal vez, cuando esto que cuento ahora deje de ser noticia candente y ya las cosas se hayan normalizado, pueda tener sentido hacerlo. Ahora sería una frivolidad añadir detalles que honradamente consideró que no vienen a cuento. Pero quién sabe si mañana los tenga. No quería desviarme hablando de la ciudad pero lo que estoy haciendo ahora, hablando de estas reflexiones menores, diría que absurdas, me parece que aún es peor. Bueno, dejo la transgresión porque noto que ya se están poniendo nerviosos y veo como un buen número de lectores están tirando la toalla y me lo tengo bien merecido, para volver a la fiesta que he denominado del Nobel gimnástico.

En aquella fiesta ambos, desconocedoras de las intenciones del otro, urden una parecida treta que no hace sino mostrar, esta vez de una forma formidable, aquella algo más que intención que apareció en el doble salto mortal. La treta fue que cuando, tras la más que probable entrega de premios a la campeona en el escenario, no olvidemos que era el fenómeno mundial de aquel año y aquella entrega se iría a producir, y al bajar él iba a poner una zancadilla a la gimnasta, o con el pié o con la muleta, al pasar por su lado. Por supuesto, una zancadilla bienintencionada, para tener la ocasión luego de poderla asistir. Además confiaba que, pese al vestido de fiesta que seguramente llevaría, tendría los reflejos suficientes para que pudiera caer sin hacerse daño y hallarse en una situación de encuentro en la que decirse algo realmente explícito y, si se pudiera, sereno. Tenía la duda de si el regalo que iba a recibir seria lo suficientemente incomodo para complicar la caída, pero el juez lo consideraba un detalle menor. Claro, hay que pensar que el juez disponía de algunos elementos para haber decidido esta treta. Por un lado estaba su experiencia personal, luego lo que conocía de los accidentes en la compañía de seguros y finalmente el conocimiento de las capacidades atléticas, quizás no al ciento por ciento ya que hay que pensar que habían pasado cuatro meses después de las olimpiadas y no tendría la forma para responder de la mejor manera a la caída. Ella había pensado no exactamente lo mismo, pero a los efectos casi lo mismo. Era fingir la caída al pasar por su lado.

Henchidos como estaban de amor infinito y no dicho, ambas tretas estaban destinadas a lograr el mayor de sus deseos. ¡Qué coincidencias en las ideas de uno y del otro, pensaran ustedes y todo el mundo! Es lógico este asombro. Quizás podrían haber pensado otras cosas menos arriesgadas o menos traumáticas o más sencillas pero fue esto. ¿Qué cómo se sabe esto? Bueno, tampoco es importante, pero no revelaré la fuente ni sus circunstancias. Pero aquella caída dio origen a que se hablaran y expresaran tímidamente unos iniciales sentimientos. No, no de forma inmediata. No se crean que fue una declaración pública de amor ni nada de esto. Solo fue la inicial toma de contacto y a fe que hay que aplaudirla. Pensemos en la naturaleza de la relación. Él, poco agraciado, aunque juez  y reconocido. Ella, bellísima y en el esplendor de su profesión. Él treinta años mayor que ella. Bueno, un poco más para ser justo. Pero ambos verdaderamente resueltos. Lo sabían desde aquel doble salto. Nadie dijo que aquello iba a ser fácil, pero lo hicieron. Todo costaba lo indecible, la relación, las familias, el lugar de residencia, la boda, el deseo de quedarse embarazados, la preservación de la vida alejada de los focos, los periodistas moscones, para que contar más... Todo era tan complicado. Pero estaban resueltos como se vería con el tiempo. Llegaron a hacer de aquello una obra de arte guardada en la intimidad del hogar. Casi nada se puede saber sobre como llevaron aquello porque el cuidado y el celo por lo que tenían levantaba murallas. Estaban centrados en aquello y en ellos. Como cuando, después de hacer el hecho y vistas dificultades también físicas y biológicas, ella estaba tres días andando todo el día con las manos, haciendo la vertical.


1 comentario:

  1. La vida requiere de esos doble saltos, para transitar por ella... La clave es darlos sin miedo... O con el justo miedo ....

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