La campeona de gimnasia
dejó su profesión para dedicarse en cuerpo y alma a convivir con uno de los
jueces del que se enamoró locamente tras el concurso olímpico en el que se
coronó campeona.
El amor surgió como un
flechazo en aquella diagonal del ejercicio de suelo en el que, en el punto más
alto del doble salto mortal, sus miradas se cruzaron en el instante en el que
se suspendió el mundo, el tiempo, el espacio. Aquella milésima de segundo
transformó sus vidas. El juez, de una de las repúblicas caucásicas, no era
precisamente un joven apuesto ni nada que pudiera acercarse a un príncipe azul.
Más bien, desde lo físico, era todo lo contrario. No fue nunca agraciado. Un
accidente de automóvil producido en su juventud y atendido en una clínica muy
precaria hizo el resto. Bastante hizo con salvar la vida. Su cuerpo contrahecho
y la cara desfigurada, no impidieron que aquella pasión por la gimnasia, por la
belleza del deporte hecho arte, fuera sublimada de tal forma que encontró en el
ejercicio de la justicia deportiva las cotas más altas. Llegó a ser, desde los
pabellones deportivos de su recóndito país, uno de los jueces más y mejor
reconocidos del panorama mundial. No había Juegos Olímpicos ni campeonatos
mundiales en los que estuviera ausente. La mayoría de sus colegas hacían todos
los trapicheos para conseguir estar en estas citas deportivas en las que se
ganaba buen dinerito y se vivía un par de semanas, entre el antes y el después,
a cuerpo de rey en los elegantes hoteles de las ciudades organizadoras. Pero
nuestro juez, vamos a decir esto pues ya ha ganado al menos un inicial cariño y
nos estamos poniendo de su parte, no necesitaba hacer esto. Recibía con la
necesaria antelación los billetes, las reservas, las facilidades para su
asistencia, las invitaciones y las cartas para que pudiera ausentarse de su
trabajo en la compañía de seguros en la que trabajaba. Compañía, por cierto,
que fue la misma que se portó tan mal con él cuando tuvieron que indemnizarle
por el accidente. No sé si formará parte de esta voluntad de enmendar lo que no
va bien o de superarse en las situaciones difíciles las que motivó este ingreso
como trabajador en la aseguradora, inicialmente en los más bajos escalafones de
la compañía y ahora como destacado ejecutivo nacional.
Sin duda este redactor tendrá que hacer esta
investigación pues no es de recibo que un detalle tan importante esté ausente
de este relato que se pretende mínimamente riguroso y que los lectores van a
echar en falta.
Pero volvamos a lo que nos
interesa y que nos ha dejado en ascuas, o al menos a una parte de los lectores
o, sospecho, de las lectoras. ¿Cómo fue posible que, en el escaso tiempo de
aquel mili segundo del cruce de las miradas en la estrambótica posición y del
indudable escorzo que hubo de producirse, una gimnasta que está en el trance
brutal de la máxima concentración en el ejercicio, en la diagonal más perfecta,
pueda tener esta visión, casi como un fogonazo, y no solo ella, porque también
se produjo la del juez que estaba en la más perfecta atención, no solo buscando
el error o el fallo, sino poniendo en valor el posible desarrollo de aquel
vertiginoso y poderoso, a la vez que grácil y armónico salto de la gimnasta, y
que en este tiempo pueda, no digamos desviar sino hacerlo coexistir con una
mirada que se va a estrellar con una mirada recíproca de ella, que tendría tan
brutales consecuencias? Porque esto es lo que pasó.
Dejemos ahora de un lado
las ceremonias de entrega de medallas, la audición de los himnos, la
movilización mediática, los recibimientos y los homenajes, las propuestas de
contratos para la publicidad, el aumento de las cuentas corrientes, las
recepciones en los palacios de gobierno, las entrevistas en profundidad primero
en las revistas especializadas deportivas y más tarde en las generalistas y
alguna amarillas, las propuestas de novelar parte de su vida en las
televisiones y hasta el cine, los elogios de los fanáticos, incluida la exacerbación
de una princesa de una casa real europea, que por respeto no citaré el nombre,
cuando ejerciendo una presión digna de mejor causa no dejó de insistir para que
la campeona se dedicara a convertirse en profesora particular de las hijas
princesitas ante la que no tuvo más remedio que plantarse y decir un no como
una catedral, porque hasta aquí podríamos llegar.
Pues como decíamos,
dejemos esto de un lado para recoger siquiera alguna de las cosas, a mi juicio
esenciales, que sucedieron tras la mirada y que tuvieron primero que coagularse
en una toma de contacto, nada fácil por cierto, porque ya se sabe que los
contactos entre jueces y atletas están absolutamente prohibidos y además ellos,
los interesados, eran perfectamente secretamente conscientes de la situación.
Dejaron pasar, en lo que enmarcaría como una especie de telepatía emocional
silenciada, varios meses antes de que pudiera producirse un encuentro.
Buscaron, cada uno por su
cuenta e intuyendo firmemente que sería correspondida, una cita secreta que
obedecía a los designios de su corazón. La certeza o no de los sentimientos del
otro no fue, en este caso ningún obstáculo para que cada uno, en solitario
avanzara en sus planes. Es evidente que todo esto se producía en virtud de este
sentimiento que invoca extraños conocimientos o intuiciones, apartadas de toda
lógica o evidencia racional pero con la seguridad que existía, del otro lado, reciprocidad.
Así pensaron que en la
fiesta anual de lo que, para los no enterados, podríamos traducir como la de
los premios Nobel de la gimnasia iba a producirse en la ciudad más
extraordinaria del mundo nuevo que está a punto de alumbrarse.
No voy a citar su nombre,
porque aparte de que su nombre está en la mente de todos los lectores, porque
no sea que al nombrarla haga ir el relato hacia una deriva que nos alejaría del
verdadero interés que la trama está tomando. Tal vez, cuando esto que cuento
ahora deje de ser noticia candente y ya las cosas se hayan normalizado, pueda
tener sentido hacerlo. Ahora sería una frivolidad añadir detalles que honradamente
consideró que no vienen a cuento. Pero quién sabe si mañana los tenga. No
quería desviarme hablando de la ciudad pero lo que estoy haciendo ahora, hablando
de estas reflexiones menores, diría que absurdas, me parece que aún es peor. Bueno,
dejo la transgresión porque noto que ya se están poniendo nerviosos y veo como
un buen número de lectores están tirando la toalla y me lo tengo bien merecido,
para volver a la fiesta que he denominado del Nobel gimnástico.
En aquella fiesta ambos,
desconocedoras de las intenciones del otro, urden una parecida treta que no
hace sino mostrar, esta vez de una forma formidable, aquella algo más que
intención que apareció en el doble salto mortal. La treta fue que cuando, tras
la más que probable entrega de premios a la campeona en el escenario, no
olvidemos que era el fenómeno mundial de aquel año y aquella entrega se iría a
producir, y al bajar él iba a poner una zancadilla a la gimnasta, o con el pié
o con la muleta, al pasar por su lado. Por supuesto, una zancadilla bienintencionada,
para tener la ocasión luego de poderla asistir. Además confiaba que, pese al
vestido de fiesta que seguramente llevaría, tendría los reflejos suficientes
para que pudiera caer sin hacerse daño y hallarse en una situación de encuentro
en la que decirse algo realmente explícito y, si se pudiera, sereno. Tenía la
duda de si el regalo que iba a recibir seria lo suficientemente incomodo para
complicar la caída, pero el juez lo consideraba un detalle menor. Claro, hay
que pensar que el juez disponía de algunos elementos para haber decidido esta
treta. Por un lado estaba su experiencia personal, luego lo que conocía de los
accidentes en la compañía de seguros y finalmente el conocimiento de las
capacidades atléticas, quizás no al ciento por ciento ya que hay que pensar que
habían pasado cuatro meses después de las olimpiadas y no tendría la forma para
responder de la mejor manera a la caída. Ella había pensado no exactamente lo
mismo, pero a los efectos casi lo mismo. Era fingir la caída al pasar por su
lado.
Henchidos como estaban de
amor infinito y no dicho, ambas tretas estaban destinadas a lograr el mayor de
sus deseos. ¡Qué coincidencias en las ideas de uno y del otro, pensaran ustedes
y todo el mundo! Es lógico este asombro. Quizás podrían haber pensado otras
cosas menos arriesgadas o menos traumáticas o más sencillas pero fue esto. ¿Qué
cómo se sabe esto? Bueno, tampoco es importante, pero no revelaré la fuente ni
sus circunstancias. Pero aquella caída dio origen a que se hablaran y expresaran
tímidamente unos iniciales sentimientos. No, no de forma inmediata. No se crean
que fue una declaración pública de amor ni nada de esto. Solo fue la inicial
toma de contacto y a fe que hay que aplaudirla. Pensemos en la naturaleza de la
relación. Él, poco agraciado, aunque juez
y reconocido. Ella, bellísima y en el esplendor de su profesión. Él
treinta años mayor que ella. Bueno, un poco más para ser justo. Pero ambos
verdaderamente resueltos. Lo sabían desde aquel doble salto. Nadie dijo que
aquello iba a ser fácil, pero lo hicieron. Todo costaba lo indecible, la
relación, las familias, el lugar de residencia, la boda, el deseo de quedarse
embarazados, la preservación de la vida alejada de los focos, los periodistas
moscones, para que contar más... Todo era tan complicado. Pero estaban
resueltos como se vería con el tiempo. Llegaron a hacer de aquello una obra de
arte guardada en la intimidad del hogar. Casi nada se puede saber sobre como
llevaron aquello porque el cuidado y el celo por lo que tenían levantaba
murallas. Estaban centrados en aquello y en ellos. Como cuando, después de
hacer el hecho y vistas dificultades también físicas y biológicas, ella estaba
tres días andando todo el día con las manos, haciendo la vertical.
La vida requiere de esos doble saltos, para transitar por ella... La clave es darlos sin miedo... O con el justo miedo ....
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