España y Francia, y en menos medida la propia Guinea Ecuatorial,
dominan la vida cultural de Malabo, entendida como conferencias, exposiciones,
conciertos, presentaciones y actos parecidos. Decir esto es casi lo mismo que
decir por donde se mueve la vida social de los denominados expatriados a la que
se suman no pocos nativos. Al menos la que está al alcance de todas las
fortunas ya que todas las actividades en este campo son gratuitas y atraen a
quienes estén interesados. Me doy cuenta que, si esto no fuera un blog ligero
para una comunicación informal, el párrafo que acabo de escribir daría para
empezar un análisis sociológico. Pero ahora estoy en otra cosa.
Anteayer, en el Centro Cultural Español, tuvo lugar la inauguración
de la exposición fotográfica de Robert Royal. Tres miradas de tres países:
Guinea Ecuatorial, Estados Unidos y España. En la exposición, una selección de
fotografías más antropológicas para el caso de Guinea, de edificios
emblemáticos de Madrid, donde reside el fotógrafo, y de personajes del
movimiento en pro de los derechos humanos de Alabama, de finales de los años sesenta
del siglo pasado, con fotos que evocan los ritmos musícales americanos: soul,
swing, blues, bebop o jazz.
Los embajadores de España y de los Estados Unidos inauguran
la exposición. En los discursos aparecen referencias a las coincidencias y a
las casualidades. A acciones, aparentemente banales que ocurren en un lugar del
tiempo, que luego, muchos años más tarde, adquieren unas dimensiones
inimaginables. Atención, me digo, entonces a cualquier acto aparentemente
banal. Después el fotógrafo, tras un breve discurso formal, va presentando
detenidamente las fotos. Pasea por cada una de las cuatro docenas de fotos y
hace una breve explicación de cada una de ellas y responde a las escasas
preguntas.
La gente que acudió conversan. Unos se conocen y el
encuentro es un momento para compartir. Otros llegan por primera vez y es una
oportunidad para presentar. Se forman corros. También conversaciones de dos o
tres personas que luego se deshacen y se forman nuevas. La vida social sigue el
curso que arranca con una primera vez. Hay quién es presentado, otros que se
presentan, otros que solo están presentes, miran, escuchan y desparecen.
Seguramente otros ni habrán llegado. Muchas veces pienso en la importancia y el
valor de las presencias y de las ausencias. Todas tienen su significado o, al
menos, se lo atribuyo. Estar. Sentir. Estar presente. Sentir la presencia.
Sentir la ausencia. Ser.
Cómo llegué antes a la inauguración, pude ver como en el
patio se juega al akong. Si, solo ver, porque comprender nada. Se trata de un juego
de sobremesa tradicional de buena parte de esta parte del mundo. Dos rivales manipulan
unas bolitas o semillas, enfrentándose en tu tablero con dos filas paralelas de
siete casillas cada una. Los jugadores mueven las bolitas entre las casillas a
una velocidad endiablada. Pronto me doy cuenta que es un tema de destreza mental
más que manual. Al rato, no muy largo, uno de los jugadores da cuenta de las
bolitas del otro y gana la partida. El resultado no es extraño que se
manifieste en forma de aspavientos en los que es fácil identificar quién ganó
la partida y quién no. Tengo la impresión que se trata de un tema de destreza mental más que manual. Los jugadores
mueven las 35 semillas, que se distribuyen en las casillas, de un lado al otro
y al final uno se queda con todo. No he comprendido nada, pero la pasión y la
habilidad atraen. En el patio del Centro Cultural juegan cada viernes cuando
cae la tarde. Me cuentan que están preparando, si no existe ya, una versión
informática de este juego.