El hombre que tenía que derribar la casa ha terminado su
trabajo. Le ha llevado no menos de dos meses. Cada día empezaba temprano y
terminaba poco antes de que se acabara la tarde. Solo con su maceta y sus
manos. No he podido ver nada mecánico. Con sus maceta y la fuerza de sus
brazos, claro. No es un trabajo fácil. Cuando había de encaramarse a lo más
alto construía un andamio de fortuna y, desde allí, golpeaba lo que fuera: el
muro, la pared, la columna, el dintel o lo que se le pusiera por delante. Luego
recogía los escombros para poder tener un paso franco por lo que fue el pavimento.
Me sorprendía que nunca hubiera muchos acumulados. Los almacenaría y los
sacaría durante el día. No sé a dónde los llevaba porque ni tenía todo el
tiempo para observarlo, ni la vista me alcanzaba para ver más allá del solar en
el que acabaría convirtiéndose la casa. Seguramente la lluvia, tan frecuente en
esta época, era lo que le molestaba más. Cuando llovía no trabajaba y se
quedaba guareciéndose en un cobertizo, esperando a que amainara. Probablemente
el agua hacía resbaladizo el suelo sobre el que se apoyaba o los materiales que
golpeaba o simplemente le fastidiaba lo suficiente como para preferir
descansar. Porque cuando no llovía no descansaba. Solo al final de la jornada,
cuando se bañaba con un balde de agua y con una botella de jabón en medio de lo
que había conseguido derrumbar. Luego se vestía con ropa chillona y hasta el
día siguiente. Así día tras día hasta
terminar. Bueno, han quedado solo las varillas, el armazón de las columnas que,
como nervios verticales y delgados, permanecen en el espacio ahora libre y
diáfano. Si no quieren aprovechar las varillas habrá que venir con una sierra
circular o con algo realmente potente para arrancarlas. Hay cosas que realmente
cuestan de sacar, ni de cuajo puede hacerse. Hay que cortar. Otra cosa sería,
si quieren hacer una nueva casa, aprovecharlas para reconstruirla con las
mismas varillas. Pero me da que no va a pasar.
Blog para la comunicación y para compartir. Para contar, para ver, para reflexionar, para opinar. Desde lo cotidiano hasta... yo que sé. Para hacer más cercana la distancia. Para tejer redes. Para sentirnos cerca.
sábado, 19 de septiembre de 2015
jueves, 13 de agosto de 2015
Predicador
El predicador acude a su cita diaria con los fieles y
devotos. Allí se congregan en el salón admirablemente dispuesto. Las sillas
ordenadas. La decoración no tan austera en las paredes. En el estrado, la banda
de música con la batería y el órgano eléctrico como principales protagonistas,
con una guitarra también eléctrica apoyada en una silla. El atril en el centro
de la sala. Una cruz detrás de él. Los fieles empiezan a acudir. Hoy no van tan
bien vestidos como lo hacen los sábados y los domingos, los días en que
verdaderamente aquello parece una boda. Pero hoy es especial porque ha venido a
acompañarle en la prédica un colega de un país vecino. Desde que supo que
vendría no ha dejado de publicitarlo en el barrio y hablarlo en los cultos de
los días precedentes. Es por esto que hoy se espera una asistencia importante.
Incluso han dispuesto unas sillas plegables en el fondo de la sala por si
hicieran falta. Hace poco ha probado el sistema de sonido. El del atril, el
inalámbrico, los inalámbricos que se van a sujetar en las orejas y el del grupo
de música. Hasta los músicos han realizado un pequeño ensayo. Todo funciona a
la perfección.
Se ha preparado bien, llevan prácticamente todo el día
conversando con el colega sobre cómo les va la vida en cada una de las
ciudades, cual es la asistencia a los cultos, pero sobretodo cómo van a
organizar la prédica hoy. Han estado sentados tomando notas, repartiéndose los
tiempos, organizando los contenidos, las pausas y las músicas. El predicador
invitado habla solo una lengua extranjera, de modo que él irá traduciéndole,
frase por frase, para no perder una idea, para no perder un detalle. Además
piensa de esta manera se producirán las pausas necesarias para que el mensaje
llegue.
Están confiados que todo saldrá bien. Pero lo repasan
concienzudamente un par de veces más. El predicador local se juega mucho. Desde
que ha decidido aprovechar las venidas de otros colegas, con este van tres, ya
ha adquirido una cierta experiencia. Sabe que no lo puede dejar al albur. Con el
primero tuvo un fracaso estrepitoso y no quiere volver a pasar por aquella vergüenza.
Estuvo a punto de no volver a repetir. Pero hubo una segunda vez. Vino un
compañero de hace muchos años del continente y salió razonablemente bien. Pero
nunca había tenido a alguien que, precedido de gran fama y carisma, llegara
desde un lugar que no habla la lengua de aquí y esto sí supone un reto. No
quiere privar a sus fieles de escuchar palabras nuevas, palabras de vida y
salvación.
Siempre temeroso, antes de cada culto, se concentra y reza
aislado en una habitación que tiene en su casa. Sabe que enfervoriza a los que
vienen. Sabe del poder de su palabra. Sabe que lo aplaudirán, que lo interrumpirán,
que alguien entrará en trance y dirá palabras buenas para todos que se
derramarán como una lluvia que convertirá a aquel o aquellos que por primera
vez asisten al culto. Sabe que los músicos, con los que tiene una gran
complicidad, no le fallarán en los momentos álgidos. Está convencido también
que la coordinación con el colega funcionará. Ha visto este tipo de
colaboraciones mil veces en la televisión. Piensa en aquellos programas, en salones
que parecen teatros o estadios gigantes, en los que la traducción simultánea
por otro predicador funciona tan bien. Cree que son como un eco en las
conciencias de la asamblea y quiere hacerlo esta vez en su iglesia.
Ahora no piensa en la bronca que su mujer lleva dándole
desde hace un par de días cuando, por
culpa de haberle ofrecido albergue al colega en su propia casa, ha tenido que
abandonar algunas de las tareas cotidianas. No ha podido acompañar a los hijos
al colegio y la mujer ha tenido que suspender una vista al médico para
llevarlos. No ha querido, en opinión de ella, poner la ropa a lavar ni
tenderla. A ella no le gusta que vengan gente extraña a casa. Dice enojada que,
con lo que van a recaudar hoy, da para ponerlo en el mejor hotel de la ciudad y
que no hacía falta que se vieran tanto y que conversaran tanto sobre cosas que
ya sabe y menos que sea preciso hacerlo en casa. No quiere pensar más en el
cambio que está sufriendo su esposa. Ahora
no es momento de preguntarse que debe estar sucediendo con ella. La conoció en
una de las celebraciones de hace casi 12 años y en la que ella se enamoró de la
fuerza de su prédica y del carácter que mostraba. Ahora ni acude al culto. Trata
de alejar estos pensamientos de su mente. Debe estar concentrado en lo que
viene ahora y que todo salga bien.
Li costa més morir a una religió, per xica que sia, que a
deu dinasties.
Jacint Verdaguer (Folgueroles, Osona 1845-Vallvidrera 1902)
Jacint Verdaguer (Folgueroles, Osona 1845-Vallvidrera 1902)
Si uno da un paseo por el núcleo histórico de Malabo, un
paseo dominical por ejemplo. Uno de estos tranquilos sin ningún afán, pero con
un poco de observación puede ver las siguientes iglesias, aparte de las
católicas:
- Iglesia Internacional de Nazaret
- Iglesia Cristiana Hebrea
- Iglesia Cristiana Redimida de Dios
- Las Asambleas de Dios
- Iglesia de Siloé
- Iglesia Piedra Viva Internacional
- Iglesia Bíblica de la vida más profunda
- Iglesia de Cristo
- Iglesia Pentecostal de Dios
viernes, 7 de agosto de 2015
Yerno
El yerno de Melania está mal. Por lo visto tiene un problema
en una pierna y piensan si hay que amputarla. Es diabético. Ha estado ingresado
en un hospital de aquí y parece que no pueden hacer más. Han decidido evacuarlo
a España. Lo harán la semana que viene. Entretanto ha regresado a casa, en
realidad a casa de su hermano. Allí, según me cuenta, gime de dolor.
Me cuenta que ayer estuvo visitándolo. Allí sus hermanos lo
pueden cuidar mejor. Su hija también aparece de vez en cuando, pero no puede hacerse cargo de la
situación. Tiene hijas que cuidar. Melania misma se ha llevado uno de los
nietos a su casa y ya tiene dos. El otro es aquél de su otra hija que
desapareció durante unos días y luego regresó. Un episodio oscuro del que no se
tienen más noticias.
El yerno lloraba de dolor.
Melania le dijo que si lloraba aún tendría más dolor. Decía que delante de las
enfermedades que nos sobrevienen lo que hay que hacer es orar y no llorar. Que
el llanto solo atraerá a los espíritus malos que aún se ensañarán más. En
cambio, con la oración el dolor podrá estar un rato, pero luego terminará
marchando. Decía también que es mejor estar en la cama, e incluso morir en la
cama de casa, antes que en una carretera por un accidente o en la calle por una
agresión. Que la cama es donde venimos al mundo y debería ser el lugar desde
donde, las enfermedades que no nos buscamos, nos lleven a la muerte, que es
nuestro final. Que nadie ha venido aquí para quedarse. Que es bueno que en la
casa haya luz y que el enfermo pueda ver los que están en la casa, sentado,
elevado mejor, para ver y ser visto. No es bueno que en la casa haya oscuridad
porque entonces el dolor aumenta y los espíritus actúan y no para bien. Dice
también que cuando uno reza y tiene una enfermedad que uno no se ha buscado, se
cura siempre. Que no es lo mismo con las enfermedades que uno se busca. En
estas no importa que reces. En las que te buscas todo va a terminar mal. Decía
también que era una pena que hubiera estado en el hospital tanto tiempo y para
nada. Con la de dinero que ha costado. Suerte, dice, que él y su familia
tienen, porqué sino no hubiera podido sobrevenir. Luego dice que será su
hermano quién lo acompañe a Madrid. Que allí tienen con quién quedarse. Que
tiene familia y que tienen dinero. Dice también que no canta mucho ahora porque
está pasando por esto. Pero si la oyera por dentro la oiría cantar. Que en su
corazón siempre canta a Dios y le da gracias por todo lo que pasa y le pide a
Dios que su yerno se cure. Porque si se cura no tendrá que cuidarse ella más de
su nieto. Que el nieto está hecho para estar con los padres y no con ella. Pero
que hay que aceptar lo que pasa.
Luego se va y al rato regresa.
Me dice que aún la miran por lo guapa que es. Que no tiene
dinero para ponerse cremas en los brazos o en las piernas. Que si tenía cuando
tenía el hombre francés, aquel de los trenes que ves a saber donde está ahora.
Que los hombres por la calle aún la miran. Que no se pone muchas cosas para
llamar mucho la atención, pero que se sabe mirada. Me muestras una cadenita de
oro para ponerse en el cuello pero que la guarda en la cartera. Que en el
cuello lleva esta de baratija para no llamar la atención. Que si su padre sí
que era un señor y no lo que ahora corre por el mundo. Que si el dinero es lo
más importante para todo el mundo. Que lo importante en guardar para sí, porque
cuando uno es mayor tiene que tener con qué.
Luego cierra la puerta y se va.
miércoles, 5 de agosto de 2015
El Camino
Voy a desayunar al bar restaurante El Camino que está justo
detrás del Ministerio. En realidad lo que hago es ingerir un pequeño tentempié que
me permite aguantar hasta la hora de la comida y estirar un poco las piernas.
Tiene una pequeña terraza cubierta, como un porche cerrado. Allí hay unas
cuatro o cinco mesas a ambos lados de la puerta. En un extremo del porche se acumula
cajas de bebidas, un motor, una nevera inservible y otros trastos. En el
interior, que es muy oscuro, hay otras cuatro mesas tres en el lado derecho según
se entra y dos en la parte de la derecha que están juntas, delante de la barra.
Justo enfrente de la puerta de entrada está la puerta que da acceso al interior
donde imagino estará la cocina y otras dependencias.
Hoy había mucha gente. Siempre suelo comer en las mesas del
exterior, pero estaban todas ocupadas y me he sentado en el interior, en la
grande enfrente de la barra. La única que estaba libre. Dos muchachos se
encargan del servicio. Pido lo mismo, o mejor sería decir que ya o pido. Cuando
me ven entrar ya saben que quiero. Un café con leche dos buñuelos o dos bollos, según el día.
Deciden ellos. Lo del café con leche es una manera de hablar porque en realidad
es leche condensada, agua caliente y café soluble. Seguramente dietéticamente es
una calamidad, pero no tengo muchas alternativas, ni cercanas ni asequibles.
Miro el resto de comensales, comen más o menos lo mismo que
yo. La mayoría son hombres. Jóvenes enfrascados en sus teléfonos mirando y
manipulándolos. Al rato una mujer y un hombre llegan y como no encuentran donde
se sientan en la mesa que ocupo. No me saludan ni dicen nada por sentarse allí.
La verdad es que no me importa. Es más, lo prefiero. Es sentirse un poco
acompañado, aunque sea por desconocidos que ni te dirigen la palabra. No deja
de ser una proximidad humana. Ella pide un refresco de cola y él el café con
leche que he descrito y dos donuts que se lo sirven con pasta de chocolate por
encima. No deben tener donuts sin chocolate porque observo como con el cuchillo
y la servilleta va eliminándolo. La pareja habla de sus cosas.
Cuando termino llevo los platos y el vaso con los cubiertos
a la barra y pago. Deseo buen provecho a mis acompañantes circunstanciales de
mesa. Salgo, doblo la esquina. Paso frente a la retahíla de emigrantes que
sobre la acera esperan ser contratados. Luego, en la siguiente esquina, entro
de nuevo al trabajo.
sábado, 18 de julio de 2015
Gimnasia
La campeona de gimnasia
dejó su profesión para dedicarse en cuerpo y alma a convivir con uno de los
jueces del que se enamoró locamente tras el concurso olímpico en el que se
coronó campeona.
El amor surgió como un
flechazo en aquella diagonal del ejercicio de suelo en el que, en el punto más
alto del doble salto mortal, sus miradas se cruzaron en el instante en el que
se suspendió el mundo, el tiempo, el espacio. Aquella milésima de segundo
transformó sus vidas. El juez, de una de las repúblicas caucásicas, no era
precisamente un joven apuesto ni nada que pudiera acercarse a un príncipe azul.
Más bien, desde lo físico, era todo lo contrario. No fue nunca agraciado. Un
accidente de automóvil producido en su juventud y atendido en una clínica muy
precaria hizo el resto. Bastante hizo con salvar la vida. Su cuerpo contrahecho
y la cara desfigurada, no impidieron que aquella pasión por la gimnasia, por la
belleza del deporte hecho arte, fuera sublimada de tal forma que encontró en el
ejercicio de la justicia deportiva las cotas más altas. Llegó a ser, desde los
pabellones deportivos de su recóndito país, uno de los jueces más y mejor
reconocidos del panorama mundial. No había Juegos Olímpicos ni campeonatos
mundiales en los que estuviera ausente. La mayoría de sus colegas hacían todos
los trapicheos para conseguir estar en estas citas deportivas en las que se
ganaba buen dinerito y se vivía un par de semanas, entre el antes y el después,
a cuerpo de rey en los elegantes hoteles de las ciudades organizadoras. Pero
nuestro juez, vamos a decir esto pues ya ha ganado al menos un inicial cariño y
nos estamos poniendo de su parte, no necesitaba hacer esto. Recibía con la
necesaria antelación los billetes, las reservas, las facilidades para su
asistencia, las invitaciones y las cartas para que pudiera ausentarse de su
trabajo en la compañía de seguros en la que trabajaba. Compañía, por cierto,
que fue la misma que se portó tan mal con él cuando tuvieron que indemnizarle
por el accidente. No sé si formará parte de esta voluntad de enmendar lo que no
va bien o de superarse en las situaciones difíciles las que motivó este ingreso
como trabajador en la aseguradora, inicialmente en los más bajos escalafones de
la compañía y ahora como destacado ejecutivo nacional.
Sin duda este redactor tendrá que hacer esta
investigación pues no es de recibo que un detalle tan importante esté ausente
de este relato que se pretende mínimamente riguroso y que los lectores van a
echar en falta.
Pero volvamos a lo que nos
interesa y que nos ha dejado en ascuas, o al menos a una parte de los lectores
o, sospecho, de las lectoras. ¿Cómo fue posible que, en el escaso tiempo de
aquel mili segundo del cruce de las miradas en la estrambótica posición y del
indudable escorzo que hubo de producirse, una gimnasta que está en el trance
brutal de la máxima concentración en el ejercicio, en la diagonal más perfecta,
pueda tener esta visión, casi como un fogonazo, y no solo ella, porque también
se produjo la del juez que estaba en la más perfecta atención, no solo buscando
el error o el fallo, sino poniendo en valor el posible desarrollo de aquel
vertiginoso y poderoso, a la vez que grácil y armónico salto de la gimnasta, y
que en este tiempo pueda, no digamos desviar sino hacerlo coexistir con una
mirada que se va a estrellar con una mirada recíproca de ella, que tendría tan
brutales consecuencias? Porque esto es lo que pasó.
Dejemos ahora de un lado
las ceremonias de entrega de medallas, la audición de los himnos, la
movilización mediática, los recibimientos y los homenajes, las propuestas de
contratos para la publicidad, el aumento de las cuentas corrientes, las
recepciones en los palacios de gobierno, las entrevistas en profundidad primero
en las revistas especializadas deportivas y más tarde en las generalistas y
alguna amarillas, las propuestas de novelar parte de su vida en las
televisiones y hasta el cine, los elogios de los fanáticos, incluida la exacerbación
de una princesa de una casa real europea, que por respeto no citaré el nombre,
cuando ejerciendo una presión digna de mejor causa no dejó de insistir para que
la campeona se dedicara a convertirse en profesora particular de las hijas
princesitas ante la que no tuvo más remedio que plantarse y decir un no como
una catedral, porque hasta aquí podríamos llegar.
Pues como decíamos,
dejemos esto de un lado para recoger siquiera alguna de las cosas, a mi juicio
esenciales, que sucedieron tras la mirada y que tuvieron primero que coagularse
en una toma de contacto, nada fácil por cierto, porque ya se sabe que los
contactos entre jueces y atletas están absolutamente prohibidos y además ellos,
los interesados, eran perfectamente secretamente conscientes de la situación.
Dejaron pasar, en lo que enmarcaría como una especie de telepatía emocional
silenciada, varios meses antes de que pudiera producirse un encuentro.
Buscaron, cada uno por su
cuenta e intuyendo firmemente que sería correspondida, una cita secreta que
obedecía a los designios de su corazón. La certeza o no de los sentimientos del
otro no fue, en este caso ningún obstáculo para que cada uno, en solitario
avanzara en sus planes. Es evidente que todo esto se producía en virtud de este
sentimiento que invoca extraños conocimientos o intuiciones, apartadas de toda
lógica o evidencia racional pero con la seguridad que existía, del otro lado, reciprocidad.
Así pensaron que en la
fiesta anual de lo que, para los no enterados, podríamos traducir como la de
los premios Nobel de la gimnasia iba a producirse en la ciudad más
extraordinaria del mundo nuevo que está a punto de alumbrarse.
No voy a citar su nombre,
porque aparte de que su nombre está en la mente de todos los lectores, porque
no sea que al nombrarla haga ir el relato hacia una deriva que nos alejaría del
verdadero interés que la trama está tomando. Tal vez, cuando esto que cuento
ahora deje de ser noticia candente y ya las cosas se hayan normalizado, pueda
tener sentido hacerlo. Ahora sería una frivolidad añadir detalles que honradamente
consideró que no vienen a cuento. Pero quién sabe si mañana los tenga. No
quería desviarme hablando de la ciudad pero lo que estoy haciendo ahora, hablando
de estas reflexiones menores, diría que absurdas, me parece que aún es peor. Bueno,
dejo la transgresión porque noto que ya se están poniendo nerviosos y veo como
un buen número de lectores están tirando la toalla y me lo tengo bien merecido,
para volver a la fiesta que he denominado del Nobel gimnástico.
En aquella fiesta ambos,
desconocedoras de las intenciones del otro, urden una parecida treta que no
hace sino mostrar, esta vez de una forma formidable, aquella algo más que
intención que apareció en el doble salto mortal. La treta fue que cuando, tras
la más que probable entrega de premios a la campeona en el escenario, no
olvidemos que era el fenómeno mundial de aquel año y aquella entrega se iría a
producir, y al bajar él iba a poner una zancadilla a la gimnasta, o con el pié
o con la muleta, al pasar por su lado. Por supuesto, una zancadilla bienintencionada,
para tener la ocasión luego de poderla asistir. Además confiaba que, pese al
vestido de fiesta que seguramente llevaría, tendría los reflejos suficientes
para que pudiera caer sin hacerse daño y hallarse en una situación de encuentro
en la que decirse algo realmente explícito y, si se pudiera, sereno. Tenía la
duda de si el regalo que iba a recibir seria lo suficientemente incomodo para
complicar la caída, pero el juez lo consideraba un detalle menor. Claro, hay
que pensar que el juez disponía de algunos elementos para haber decidido esta
treta. Por un lado estaba su experiencia personal, luego lo que conocía de los
accidentes en la compañía de seguros y finalmente el conocimiento de las
capacidades atléticas, quizás no al ciento por ciento ya que hay que pensar que
habían pasado cuatro meses después de las olimpiadas y no tendría la forma para
responder de la mejor manera a la caída. Ella había pensado no exactamente lo
mismo, pero a los efectos casi lo mismo. Era fingir la caída al pasar por su
lado.
Henchidos como estaban de
amor infinito y no dicho, ambas tretas estaban destinadas a lograr el mayor de
sus deseos. ¡Qué coincidencias en las ideas de uno y del otro, pensaran ustedes
y todo el mundo! Es lógico este asombro. Quizás podrían haber pensado otras
cosas menos arriesgadas o menos traumáticas o más sencillas pero fue esto. ¿Qué
cómo se sabe esto? Bueno, tampoco es importante, pero no revelaré la fuente ni
sus circunstancias. Pero aquella caída dio origen a que se hablaran y expresaran
tímidamente unos iniciales sentimientos. No, no de forma inmediata. No se crean
que fue una declaración pública de amor ni nada de esto. Solo fue la inicial
toma de contacto y a fe que hay que aplaudirla. Pensemos en la naturaleza de la
relación. Él, poco agraciado, aunque juez
y reconocido. Ella, bellísima y en el esplendor de su profesión. Él
treinta años mayor que ella. Bueno, un poco más para ser justo. Pero ambos
verdaderamente resueltos. Lo sabían desde aquel doble salto. Nadie dijo que
aquello iba a ser fácil, pero lo hicieron. Todo costaba lo indecible, la
relación, las familias, el lugar de residencia, la boda, el deseo de quedarse
embarazados, la preservación de la vida alejada de los focos, los periodistas
moscones, para que contar más... Todo era tan complicado. Pero estaban
resueltos como se vería con el tiempo. Llegaron a hacer de aquello una obra de
arte guardada en la intimidad del hogar. Casi nada se puede saber sobre como
llevaron aquello porque el cuidado y el celo por lo que tenían levantaba
murallas. Estaban centrados en aquello y en ellos. Como cuando, después de
hacer el hecho y vistas dificultades también físicas y biológicas, ella estaba
tres días andando todo el día con las manos, haciendo la vertical.
martes, 23 de junio de 2015
Divina Comedia
Cuando voy a Bata, cosa que sucede más o menos una vez al
mes, suelo comer en el restaurante que Cecilia tiene en el interior de una
manzana. Así como las manzanas de Malabo son verdaderas comunidades y si te
abocas a su interior todo un mundo nuevo va a aparecer ante tus ojos con
viviendas, almacenes, tiendas, colegios, callejuelas, puestos de comida,
servicios de reparación de cualquier cosa, talleres, almacenes, peluquerías,
iglesias y hasta a veces y sorprendentemente espacios aún por ocupar, en Bata las
manzanas son menos sorprendentes. Es un espacio cuadrilateral, generalmente
irregular y bien delimitado con vallas y las aceras correspondientes. Puede que
haya algún edificio en el interior, pero parecen zonas más espaciosas en la que
la densidad de lo que acabo de enumerar es mucho menor. Parece como si Bata
hubiera perdido, si la tuvo, una estructura urbana primigenia. Esta trama
decididamente urbana que es tan evidente, y atractiva para mí, que si tiene el
viejo Malabo. Bata parece como rehecha sospecho que a partir de un aniquilamiento de casas preexistentes.
Esto ha dado lugar a un ensanche, a casas altas, a calles espaciosas, a una
ciudad abierta a la luz y a la modernidad. Hablo como un ignorante o un advenedizo. El
lector habrá de perdonarme ya que solo interpreto por lo que veo o imagino ver.
No he conocido con anterioridad la
ciudad. Tampoco me he documentado mucho.
Pues bien, en una de estas manzanas y aprovechando un
espacio esquinero y con un poco de desnivel, al que se desciende por unas escaleras de piedra, cemento, adoquines,
ladrillos y baldosas, está el
restaurante de Cecilia. El restaurante es como un patio con mesas alrededor de
las paredes que delimitan el espacio. Sobre las mesas están unos tejaditos que
alivian del calor y resguardan de la lluvia. En uno de los ángulos un mango
grande protege cuatro o cinco mesas con sus sillas. En el centro, una barra
circular con una suerte de bohío que la cubre, hace de bar de fortuna. En uno
de los lados, protegida por una pared de mosquitera está la cocina con su pica
sus, fogones, sus planos para preparar los alimentos, la barbacoa y su
chimenea, el refrigerador grande y un espacio que conduce al almacén en el que
hay unos lavabos para los del restaurante. En otro de los extremos del patio,
una puerta permite acceder a un pasillo sin techo que lleva a los lavabos. A
veces los vecinos o los transeúntes y entran como si estuvieran en su casa. Lo
saben. Entran y salen para sus necesidades sin preguntar, ni saludar, ni
despedirse, ni agradecer.
Hace dos años que Cecilia llegó de Barcelona. Es hija de guineanos
y fue allí cuando era realmente pequeña. Desde que supo que yo era de allí,
siempre hablamos en catalán. Dice que le gusta y que no quiere perderlo, lo
cual no parece fácil pues lo habla perfecto. Vino, por la crisis. Allí todo estaba muy mal
y como podía disponer de este espacio, que era de sus padres, pues aprovechó y
montó el restaurante. De hecho ya su padre tenía la intención de construir uno
y de abrirlo para vete a saber cuándo. No tenía prisa pero pensaba que quizás
alguno de sus hijos quisiera regresar y así tenía una ocupación. Además a él le
venía bien porque apenas recibe una pensión. Pocos meses antes de terminar,
bueno de dejarlo mínimamente dispuesto para empezar a funcionar, falleció de
repente. Todo está hecho con sus manos. Por esto Cecilia quiere tanto este lugar,
al que mira con la tristeza por la ausencia y con la esperanza de lo que tiene
a su lado. A su lado tiene a su madre, pero sobre todo a su hijo que tiene una
discapacidad. El padre, al parecer un tarambana, los dejó cuando ya se había
comprometido a venir para acá. Ella lo disculpa y parece comprensiva con
aquella situación. De hecho me insinúa que tiene pareja. Pero me da la sensación
que su felicidad, si puedo decirlo, es independiente de su estado. Es de la
clase de mujer que lleva consigo este estado de perfecta alegría y no precisa a
nadie ni a nada para ser. Cocina divinamente cosas sencillas, buenas,
naturales, sabrosas y gustosas. Parece como si al comer estuvieras
alimentándote de alegría. De esta que le sale por los poros de la piel y con
ella sazonara todo lo que te da.
domingo, 21 de junio de 2015
Ponte en sus zapatos
Ayer conferencia debate en el centro cultural español y un
recital de canción después. La conferencia debate trataba sobre las "Confluencias
culturales afro-hispanas: el papel de la mujer ante el colonialismo y la
desigualdad" de la mano de la investigadora Joanna Allan, como rezaba en
el programa. El recital fue de Fani Ela
Nsue. Vamos por partes.
La conferencia coloquio fue una más que Interesante reflexión a propósito de un
trabajo de investigación sobre un elemento del tardo colonialismo español en
Guinea Ecuatorial. Se centraba en el trasfondo de las complejas formas de resistencia
de la mujer frente al sometimiento que trataban de imponer a las mujeres
autóctonas, por parte de la metrópoli, a través de las estrategias vehiculadas
por la Sección Femenina del partido del franquismo, la falange, y el principal
instrumento de adiestramiento en este terreno: el Servicio Social. Lo que en
España era conocido como la mili de las mujeres y que se mantuvo durante todo el
régimen franquista. El núcleo gordiano, a mi modo de ver era de qué forma podía
escapar, si lo conseguía, la mujer guineana al por lo menos triple desafío. Por
un lado el papel que la mujer guineana, africana por extensión, juega en la sociedad, reina en el hogar pero
desplazada, en lo social. Luego el papel
asignado por la potencia colonizadora en tanto que integrante de un pueblo sometido.
Finalmente, la vuelta de tuerca, de la presión ideologizada para ponerse al
servicio del poder machista a través de los instrumentos sofisticados que tan
bien conocimos y aún padecemos en la España de nuestros días. Luego el debate, en
el que se expresaron tantas ideas y se visualizaron tantos gestos que pensé lo
mucho que queda por hacer a favor de la igualdad. Algunas preguntas inquietantes
que retuve del debate fueron las situadas en torno a la dicotomía, o la
identificación, entre cultura y tradición y el uso que, como hemos visto en
tantas partes, lo que hace es perpetuar las formas de dominio de los poderes
establecidos.
La segunda parte, quizás no tan diferente de la primera, fue
el concierto de Fani Ela Nsue, en el hall. Mesas y sillas, recreando un
cabaret. Excelente cantante que hace de la voz el más bello y emotivo instrumento para
transmitir su corazón. Sea versionando o cantando sus canciones, fusionaba los
ritmos que más impregnan las fibras de sus ser: el soul, el flamenco, el reggae,
el jazz, la bossa nova. Fue para mí un delicioso momento del día.
Lleva bajo el brazo el último decálogo elaborado por las
ideólogas de la institución. Se trata de un manual de la esposa ideal. Se puede
leer: "Si (tu marido) sugiere la unión, accede humildemente, teniendo
siempre en cuenta que su satisfacción es más importante que la de una mujer.
Cuando alcance el momento culminante, un pequeño gemido por tu parte es suficiente
para indicar cualquier goce que haya podido experimentar". O: "No te
quejes si llega tarde, si va a divertirse sin ti o si no llega en toda la
noche. Trata de entender su mundo de compromisos". O: "A su llegada a
casa déjalo hablar, recuerda que sus temas son más importantes que los
tuyos".
http://www.diariodecadiz.es/article/cadiz/1379749/la/milide/las/senoritas.html
jueves, 18 de junio de 2015
Hipster
No quiero que las cosas vuelvan a ser como antes. Como en
los viejos tiempos que dices. Saben tanto a rancio. Tal vez estábamos más
tranquilos, pero tan inmensamente aburridos. Teníamos aquella paz que solo se
parecía a la de los cementerios, aunque me la vendías envuelta con papel couché.
Ya sé que dirás que entonces teníamos de todo, que no nos faltaba nada. Demasiado
diría yo, era como estar atontados todo el día. Dirás que nos alborotábamos
cuando venían las vacaciones y surgían aquellas divertidas aventuras de Capri,
o cuando tuvimos la suerte de recibir en la casa de Coral Gables tantas veces a
James , que con su piano y aquella Christine que tu decías que no sabías muy
bien quién era, pero que le consoló cuando enviudó y estuvo realmente con él.
Realmente. Cuando él, aturdido por cómo iban las cosas, dejó de controlarlo
todo. Por cierto, ¿sabes que James acaba
de morir? Lo leí el otro día en el periódico, uno de estos traspapelados que corrían
en la embajada de Francia. Y tú, que te decías tanto su amigo, no has sido
capaz de escribir a Christine ni una nota de pésame, ni una llamada. Es que eres
cobarde, vergüenza me debería dar de ti, pero ya ni eso, ¿para qué? ¡Después de
todo lo que pasó! Pero bueno, volvamos a lo que hablábamos. No, quiero volver a
los tiempos pasados, por mucho que creas que esta sea la manera de salvar
nuestro matrimonio, que yo creo que hace años se fue a pique, cuando tuviste aquella
aventura con aquella furcia deslenguada que entró en casa aquella maldita noche
de tu cumpleaños, te pensabas que pudiendo entrar todo el mundo, como si fuera
una quedada, tu fiesta, tu maldita fiesta iba a ser más sonada, aún recuerdo
que decías, hoy es mi día feliz y voy a tener una fiesta feliz. ¡Capullos de
mierda todos!
La que así hablaba era una mujer realmente dolida. Adentrada
muy bien en los cuarenta. Quiero decir que se veía espléndida. Hablaba con un
acento marcadamente italiano y estaba sentada junto a un hombre ridículamente
sesentón. Digo esto, porque tenía el aspecto de un adolescente, no tanto
obviamente por su físico ya bastante maltratado, sino por la vestimenta y los
complementos. Mientras ella llevaba un sencillo pero elegantísimo vestido negro
entallado con unos aretes plateados, él vestía una camisa estridentemente estampada
que trataba de tapar su voluminoso vientre, unas bermudas que caídas dejaban
ver aquella hendidura que da inicio al final de la espalda, un sombreo de
vaquero y una gafas de enorme montura de pasta amarilla. El rostro mal afeitado
y un cigarro manejado con juvenil desparpajo querían conferirle este aspecto
desaliñado y pretendidamente hipster con el que disimular el irremediable paso
del tiempo.
La ciudad tiene esto. En alguna de estas terrazas abocada a
la calle principal te asomas casi sin querer a otras vidas. Otras vidas que a
veces son copias de las cercanas o de conocidas. Como si escucharas el eco de
palabras oídas o pronunciadas y apenas nada hubiera cambiado. Crees ver allí
representados, como en un escenario de la intra o infrahistoria personal, los
personajillos que todos somos, erigidos en actores o espectadores de mala
opereta. La proximidad de las mesas, el
tono generalmente alto, a veces perturbadoramente alto, en el que se producen
este tipo de conversaciones, en las que el pudor cambia de acera, tal vez para
hacerse oír en medio del estrépito urbano por los coches y sus cláxones, las
obras cercanas de la construcción de un edificio o estos martillos neumáticos
que por allí cercan reventaban el asfalto para empotrar una tubería que debería
cruzar la calle, forzaban a este incremento casi histriónico de voz, que me ha
permitido recordar y ahora evocar.
El escuchaba sin inmutarse, tal vez ni escuchaba. Como heredero
de una cultura mal digerida, o tal vez habitante de un tiempo que se negaba a aceptar, el
hombre invocaba la necesidad de volver a los tiempos en los que empezaban.
Aquella época en la que, sin duda lubricada por un dinero que pensaba ahora
escaseaba, podía engatusar a la entonces probable jovencita enamorada salida de
cualquier atolladero y ahora convertida en alguien que quizás quisiera tomar
las riendas de una vida. Pero esto es sin duda demasiado suponer para tan poco
conocimiento. Solo hilvanaba hilos que tejían las palabras, los gestos y alguna
geografía.
Hay días en los que no pasa nada, pero otros están llenos de
la comedia humana. ¿Qué qué harían allí? No tengo ni idea, ni quiero saberlo. Pero
el, digamos, espectáculo escénico que montaron, claro, no únicamente para mí,
fue, en medio de la habitual calma de la ciudad y más a aquellas horas en la
que el atardecer se despide, de triste antología. De todos modos, fui
alejándome prudentemente de la conversación y me empecé a preocupar por algo
que realmente me iba a interesar en los próximos minutos. Una tormenta estaba
llegando acompañada de truenos. Suerte que llevaba conmigo mi paraguas.
miércoles, 17 de junio de 2015
Paraguas
Hace días que no hablo de Melania. Pero Melania sigue
limpiando la planta primera del Ministerio, que es la planta que tiene que limpiar. Melania canta. Melania habla. Melania
canta. Ahora, desde que me contó parte de la vida que tuvo con su marinovio
francés, conductor de ferrocarriles en Gabón en la única línea del país,
hablamos en francés. Me cuenta, con la nostalgia de años pasados y mejores, el
trayecto que él hacía entre Libreville y Franceville, de casi 700 km, y de cómo
podía ella viajar gratis entre cualquier estación de la línea. Y como él tuvo
que regresar a Francia. Y como finalmente él le pidió que no lo llamara más por
teléfono, de aquellos de sobremesa recalcaba, porque le dolía el corazón. El
corazón del alma suya de él. Y también el de ella. Así fue pasando el tiempo
ella en que aprendió a callarse y a guardarse. Hasta que regresó a Guinea,
primero al continente y después a la isla y luego pasó lo que pasó con la
hermanita que ya conté en el episodio aquel trágico del hotel. Pero hoy no
estamos aquí para seguir contando cosas tristes.
Melania se quedó con mi paraguas antes de que yo saliera para
Barcelona, adonde fui en una escapada rápida aquellos días del corpus y del
aniversario del presidente, para conocer a mi nieto. Se quedó con el paraguas
para así asegurarse que ella lo tendría y no tener que esperar que le regalara
uno que le pudiera comprar. Porque a lo mejor me olvidaba y así se lo
aseguraba. Luego podría regresar y con la precipitación del viaje olvidarme de
comprarlo u olvidarme de comprarlo simplemente porque sí. Porque ella sabe de
la naturaleza de que están hechos los hombres. Que todo prometen y nada
cumplen. Que ella ha tenido ya mucha experiencia y que no se fía de casi
ninguno. Quizás su papá fue el único que merece ser recordado como el único
hombre que ha conocido y que vale la pena. Pero los hombres… Ay, los hombres.
Especialmente los blancos que prometen todo y no dan nada. Y si lo dan es
porque quieren más cosas a cambio, más cosas de las que ella no quiere hablar
ahora. Por esto es bueno quedarse lo más pronto posible con las cosas, como mi
paraguas, para que así no le falten. Y si tanto me interesa el paraguas, me
dijo, ya me encargaré de comprarme uno donde convenga.
Como así hice.
Richard Burton
Leo los escritos de Richard Burton. El inclasificable
personaje que en la mitad del siglo antepasado recorrió las tierras africanas y
efectuó también algo más que paseos en el país en el que vivo y trabajo. El
libro de Arturo Arnalte, que recopila escritos del personaje, convenientemente
contextualizados y explicados, proporciona un retrato triple: el del personaje,
el de los africanos y el de la tierra visitada. Me atrevo a situar un cuarto,
poliédrico, conformado por tres mentes: la de la que proporciona la visión
notarial, casi de taxidermista, encarnada por el autor, recopilador e interpretador a su pesar (AA); la que se erige como un trueno y se levanta frente al mundo
como portavoz sesgado e interesado, furioso y melancólico, de la cultura de
origen (RB) y el lector, un servidor.
Todo esto confluye en una hora de la tarde, cuando el
cansancio del día y la densa atmósfera hacen mella, en la que una lectura, disimuladamente
ávida, busca conexiones con el presente. Rebusca coincidencias y desencuentros de una
experiencia que no solo es corta sino que es tan distante que la haría
inválida. Pero la lectura está para esto. Para evocar la infancia y sus proyectos,
para fantasear el pasado, para poner nombres e historia al paisaje, para
entender de dónde venimos, para explorarnos en nuestras contradicciones, para justificar lo íntimamente injustificable, para un delirio temporal y controlado, para pretendernos sabios, para imaginar que vivimos más vidas o que soñamos más sueños, para intuir
una explicación del presente.
En este pedazo de mundo, donde la espera se convierte el
mejor aliado para acercarse al momento y reconvertirse en instante lúcido,
ahondar en lo que ha configurado una manera de estar y de ser, recobra un
sentido primigenio. Nada es que no provenga de algo y así labramos lo que
somos. En cualquier parte puede ser, pero aquí es un privilegio.
Richard Burton, cónsul
en Guinea española. Una visión europea de África en los albores de la
colonización. Arturo Arnalte. La Catarata, 2005
lunes, 8 de junio de 2015
Ciudad
Hay una atmósfera entre pesada y áspera que no cesa. Tal vez
solo calma cuando tras la lluvia una ráfaga de viento persistente y larga,
arrastra al mar lo que se ha acumulado en horas de calor, de humedad y de
calima espesa. Entonces puede uno sentir una ligera invasión de aire
vivificador que no puede despreciar. Un frescor interior que circula vivificador
entre la piel y la ropa permanentemente humedecida por el sudor. Si no, lo
único que te queda es hacerlo tú mismo o inventarlo. Hace el mismo efecto o
mayor, porque tomas consciencia que eres hacedor de cualquier estado. De cualquier
estado del ser, quiero decir.
La ciudad es así y creo que no debe haber una alternativa.
La tomas o la dejas. Además es una opción que hay que hacer en la espesura de
uno mismo. Nadie vendrá en tu auxilio para ayudar a tomarla. Por supuesto que
nadie lo hará por ti. Entregarte a la ciudad y diría que a la isla depende solo
de uno. Como todo.
Las paredes, los muros, tienen una tendencia reciente a
ocultarse. Si pueden enseguida las recubren con unas placas metálicas que dan
la sensación de acabados de edificios metálicos y de vidrio. Como un falso
techo que se desplomara por las superficies verticales. Como si quisiera ser
una superficie antiadherente en la que ningún rastro de tiempo, ni de la
espesura del aire, pudiera quedar depositado. Como si los muros ya no fueran
dignos testigos del paso del tiempo y les negaran la dignidad de la pátina. Como
si quisieran ocultarla de sí misma para convertirla en una masa informe de
pretendida modernidad. ¿A dónde habrá que buscarte ciudad, ahora que te niegan
la forma?
Me gusta cuando camino seguir viendo los colores crema y
marrón rojizo de los muros y los techos de tantos colores. Los vestigios de las
casas coloniales, los de las casas de madera o las casas nuevas sin revestimientos
metálicos. Las grietas, los desconchados, los estigmas. La ciudad hubiera dado
para haber sido descrita por Italo Calvino. Para eso debería haber sido también
imaginada. Apuesto que no la conoció o
la descartó. O la transformó para hacerla Berenice. Si tuviera que adscribirla
a una de las categorías, de aquella obra matemática, iniciática, alquímica, que
propone me decantaría por las ciudades de los intercambios, de los deseos, de
los recuerdos. Más que una ciudad escondida es una ciudad que esconde. Es lo suficientemente
pequeña como para explicar que lo que esconde no es producto de la magnitud o
de la complejidad, sino del arrojo, o de su falta, del que se siente llamado a descubrirla.
Están invitando a penetrarla los pequeños callejones que se abren tímidos, pero
retadores, a las aceras de las calles principales, donde otros mundos esperan. La
ciudad parece llamada a ser escrita. Ahora voy a resistirme a escribir la frase
con la que Calvino finaliza su libro. No quiero, no puedo, no debo.
lunes, 1 de junio de 2015
Sirenita
Edú es terco y selecto. Ha llegado sin embargo a la edad
de tener que procurarse el sustento. Amador como es de la carne y el
pescado, está retado a conseguirlos por sí mismo. Si no lo hace, solo
podrá tener su plato de yuca o de malanga, si acaso con algún pedazo de pollo
medio perdido, o una pepesoup más aguada que sustanciosa. Por esto
empieza a pensar que será el bosque y los ríos donde debe procurarse el
alimento que quiere, además de empezar a ganarse un incipiente respeto que
termine con su fama de malcriado y caprichoso. Los dieciséis aguardan y ya no
vale seguir esperando vagando que la familia le ponga la comida en la
boca. Además, la bravuconería de la que hace gala con las chicas, mostrándose
valiente y aguerrido, y pendenciero y provocador con los chicos, ya no dan
más de sí sin pruebas de su pretendido valor.
Así pues llega el día de salir solo al bosque. Ya ha
acompañado muchas veces a su padre y a su tío. Lleva tiempo haciendo
esto, más a disgusto que con ganas. Con ellos y con sus hermanos y primos ha
observado, con menos interés del debido, algunos gestos, algunos
trucos usados en la pesca y la caza. Provisto de un sedal y un machete busca un
lugar en el río en el que pescar. Ha ido lejos, donde el río se remansa y luego
va cayendo por pequeños taludes formando una sucesión de piscinas escalonadas,
de grandes pozas. En una de estas se instala. Tira el bajo de línea con una
anzuelo y espera. Recoge, lanza, espera, recoge, lanza, espera… De este modo
una y otra vez. De pronto un árbol cae estrepitosamente al río…
Así empieza, más o menos, el cuento de La sirenita de aguas
dulces, donde la perplejidad, el miedo y las contradicciones van a ser alguno
de los elementos fundamentales.
sábado, 30 de mayo de 2015
Linterna
De pronto una linterna sale del lugar donde se emplaza el
cementerio, esta parte del bosque no muy lejana de los poblados donde hay
árboles que pueden servir de refugio a los cuerpos tras la muerte, y se
desplaza para señalar a quién ha de morir. La luz de la linterna hace
transparentes las casas y hace día de la noche. El que es iluminado por ella,
sabe. También puede ser que se desprenda una rama del bosque y, a modo de
amable lanza de presagios, anuncie la inminente muerte. Otra forma de recibir
el aviso es la aparición de una columna de estrellas en el momento más
inesperado o el especial canto de un pájaro.
De algunas de estas formas explican que las gentes del
pueblo fang reciben el anuncio de la muerte. No solo saben, como todos, que
nacieron para morir sino que su muerte les será señalada de un modo concreto.
Desde pequeños saben qué cosa o qué acontecimiento les indicará que es llegada
la hora. El tránsito requiere una mínima preparación personal y una ritualidad social,
tan cercana a una proto religión, a una trascendencia natural. Las despedidas,
las indicaciones, los perdones, el reparto de los bienes, las postreras
decisiones ocuparán los días o las horas que preceden al nuevo estado:
convertirse en intercesores entre el mundo de los espíritus y de los ancestros
y los que están en la tierra para guiarlos en lo que puedan. Así, desde que la
madre revela la forma del anuncio, el fang estará siempre atento a como habla
el más allá, observando la naturaleza y los símbolos premonitorios.
En la foto, que tiene poco que ver con el texto, pasillos del hospital de Luba, en Bioko.
martes, 26 de mayo de 2015
Voto
Ayer no pude votar
pese a que lo intenté. Realmente no es fácil hacerlo cuando estás lejos. Todo
es demasiado complicado, complejo, burocrático... Entonces quiero hacer una
reflexión como ciudadano. Esto, pese al título de la entrada, no es un voto.
Hoy es uno de estos días para recordar. De pronto lo de ayer
hizo rancio a lo de anteayer. Quiero creer que de forma suficiente como para
pasar página. Más que el discurso, aunque también, son las formas que lo
acompañan. Me parece ver una complicidad entre los nuevos y la gente. Son los
indignados los que van a gobernar. No los indignados sin propuestas. No. Son
los indignados que han venido con algo que ofrecer. No alrededor de pretendidas
grandes ideas. Ni alrededor de lo macro y sus tótems, tan alejadas de las
preocupaciones de la gente. Vienen alrededor de las pequeñas cosas, que se
convierten en enormes cuando afectan a la vida cotidiana. Lo obstáculos ya insalvables
en nombre de no sé qué cosas, que ni siquiera son ideas, palabras de un
vocabulario que, de tan épicamente inapropiado, parece obscenamente grotesco.
Cómo puede uno no trabajar, o no tener casa, o tener que emigrar, o no poder
entrar a la tierra propia, o protegerse de las balas, o postergar la maternidad,
o romper los sueños, o destrozar la familia, o entregarse al torbellino del
desespero en función de una cifra, de un indicador, que la perversidad y la
codicia de quienes quisieron, de quienes los empujaron ciega y frenéticamente
para chuparles no solo el dinero sino la sangre o el futuro o la calma mínima. De
quienes deben entrar en las casas para desalojar, para quitar lo poco o lo nada
que tienen, con unas fuerzas que supuestamente deberían servir para
protegerlos, para ampararlos. Como puede uno haber entrado en esta espiral
abyecta de la compra sin control, de la ausencia de la reflexión mínima, del
abandono de la prudencia, de la ilusión fútil de tener no solo lo que no se
necesita sino de quererlo tener sin los recursos y entregado a la vez a la
alegría superficial de la apariencia. Y en el camino haber perdido tanto, haber
perdido la decencia, el sosiego, el pensamiento, la templanza, haberse
sumergido en el vacío del tener. Los enemigos de la vida acechan en uno y otro
lado, pero sobre todo en nosotros mismos. El cuarto de pensar ha desaparecido
de la casa propia o, si está, está lleno de parloteo inacabable, de ideas
circulares, de ausencia de silencios, de lecturas sabias, de debates serenos,
de toma de conciencia individual, de actos con sentido. Desde la atalaya de la
edad, de la experiencia vivida, saludo lo nuevo y me arriesgo a creerles con el
cuidado de quién conoce lo efímero, de quién sabe los riesgos, de que aparecen
quienes traicionan, de surgen quienes alargan la mano, de que conoce la
condición humana. Respiro por un momento hondo y me reafirmo en que toda
transformación pasa por dentro de cada uno. Si los que lo hacen son muchos y lo
comparten puede que haya, al menos por un tiempo que quisiera largo, algo que
valga la pena y que haga la vida algo más justa.
domingo, 24 de mayo de 2015
Matea e Hipólita
Ayer lo dediqué a algunos asuntos personales. No puedo decir
domésticos porque sigo viviendo en el cuarto del hotel. No sé cuándo va a estar
listo el pequeño apartamento que me tienen destinado, pero parece que va para
largo. Hace semanas me dijeron que sería la semana que viene. Suerte que hace
tiempo que descubrí que, en determinados lugares que ya he aprendido a
reconocerlos, los días son semanas y las semanas, meses. Esto te convierte en un
ser tan cercano a ser espera que terminas queriéndola y parece que, en un
alarde paradójico, no quieras llegar a lo que la espera promete. Porque ¿qué
otra cosa es la espera, cuando vestida de esperanza, sino la antesala de lo que
ha de llegar? Cuando nada llega o llega tan lentamente o llega tan
desnaturalizado, no quieres ser espera que espera. Quieres ser ser. Esto basta.
Lo otro, si ha de ser, ya fluirá.
Pues en este fluir voy, cuando termino estos asuntos que me
han ocupado y otros que me han dejado de ocupar porque se resolvieron solos, a
la biblioteca. Entro y veo que unas butacas están ocupando todo el pasillo
central que conduce a la mesa del bibliotecario. A los lados de este pasillo
veo vacías las mesas de lectura. Estas que están separadas por estanterías protegidas
por puertas acristaladas y cerradas impiden hojear los libros. Me digo: va a
haber una actividad. Pregunto y me dicen que efectivamente. También me dicen
que puedo hacer lo que venía a hacer porque, aunque estaba previsto que el acto
empezara a determinada hora, con seguridad se va a demorar. Así que me instalo.
No he dejado de reparar que a ambos
lados de la mesa del bibliotecario hay sendas banderas, la del país y la de
Venezuela. A los lados del pasillo central hay unos paneles con retratos de
personas ilustres de África y de Venezuela. Poco a poco se va desvelando lo que
no sabía. Va llegando gente que toma asiento. Llega también la esposa del
embajador de Venezuela, a la que conocí hace unas semanas. Me explica que, con ocasión
del día de África que será el próximo 25 de mayo, han propuesto esta exposición
en la que tratan de hacer reflexionar sobre las raíces africanas de Venezuela y
los frutos que dieron a través de las vidas y obras de personas ilustres. Empieza
el acto y distintos oradores se refieren
a la fecha y al fecundo, a la vez que doloroso, injerto de África en América. Glosaron
la esclavitud, la lucha contra el colonialismo, las luchas de liberación y las
negras Matea e Hipólita, que cuidaron en
la infancia a Simón Bolívar e hicieron de él lo que fue. Hipólita, que le dio de comer, y Matea, que le
enseñó a dar los primeros pasos. El acto terminó con una representación sobre
el sentido de del muerte en África. Una compañía ocupó el improvisado proscenio
y compuso un emotivo cuadro en el que se mostraba la sabiduría y respeto por la
vejez, el sentido de la muerte y su trascendencia, el mundo de los espíritus de
los antepasados y su papel como intercesores entres los dioses y la gente. Una
música de percusión sincopada y unas danzas tribales pusieron final al acto.
jueves, 21 de mayo de 2015
Estiradas en el suelo
Fragmento de una conversación de mujeres que, estiradas en
el suelo, hablan de enfermedades.
Cuando voy al hospital
no me dicen la verdad. No tienen medicina.
Cuando voy donde
chinos me dan medicinas que te quitan el paludismo por dos años. No sé que me
dan, pero me ponen un suero. Solo sé que no tengo paludismo ahora. Yo estaba
cada tiempo en clínica y no me daban medicina. Solo dicen mentira.
Cuando tú ves
enfermera no te dan nada. Solo hablar aquí. Solo hablar cosas, a chillar.
Cuando tú dices que la medicina no van bien. Ellas solamente hablar. Cuando…
Las mujeres están en
el suelo porque esperan a sus gentes. Toda población tiene enfermedad, enfermedad,
enfermedad. Tienen sida, sida, sida. No traen medicina para terminar todo. Solo
dan calmante para el sida. No quieren dar medicina que si tú la tomas quiten
para siempre. Aquí no hay medicinas que quitan para siempre. No hay enfermedad
que no tenga medicina. Toda población habla. Si tú no tienes medicina, ¿qué
confianza tienes?
Como una niña puede
decir que no tenga críos. Hay mujeres que tiene menstruación hasta sesenta
años. Mas ahora a los treinta y cinco o cuarenta se corta menstruación
Cuando tú tienes
treinta años y se va la menstruación. Cuanto tiempo seis meses sin menstruación
y voy muchas veces al hospital con marido. El hospital no da solución. Dice que
no estoy embarazada, pero no da solución. El cuaderno está lleno de lo mismo. Hay
muchas mujeres así aquí, muchas, muchas.
La edad de cuarenta
años corta menstruación, ¿porqué? Hay muchas mujeres así.
Cuando tus vas donde
chino, tienen resultados vuelve menstruación y se embarazan. Por esto la gente,
población, muere demasiado. No saben tratar a la gente bien.
miércoles, 20 de mayo de 2015
Asteroide
Las tormentas eléctricas de estos días aquí en Bata hacen
estragos en las comunicaciones. Internet funciona mal. Puedo recordar el rayo
que cayó cerca. Fue un ruido tan intenso como seco. A partir de entonces solo
en cortos periodos puedo recibir y enviar correos y mensajes. En uno de estos
el hermano de Silvia me comunica que súbitamente ha decidido irse, o
convertirse en asteroide como alguna vez me decía. No sé cómo, ni importa. O
por lo menos no me importa. Está claro que ya he llegado a la edad en que los
amigos desparecen a más velocidad de la que aparecen. Pero cuesta acostumbrarse
a que lo hagan los que son más jóvenes que uno.
Desfilan cosas por mi mente. Los recuerdos de alguien que,
desde mucho tiempo atrás, manteníamos conversaciones e intercambiábamos correos.
Profesora de música en una escuela de secundaria de BA, supe más de ella, en lo material, por
una tía que alguna vez me visitó en el Departamento de Salud y me trajo algunos
presentes. Hablábamos de las propuestas para las actuaciones de final de curso.
La última que le propuse fue Shenandoah. Me pareció que daría juego hacerlo a
dos voces, con un grupo de chicos y otro de chicas. Quién sabe si estaba en
ello. Otras veces hablábamos de su padre, de más de cien años a quién cuidaba
con devoción. Del accidente que tuvo en el ómnibus y de los problemas con las
infecciones de orina. Otras de Armenia y de los armenios en Argentina. Feliz
estaba, como me contaba, de que el Papa Francisco hubiera pronunciado la
palabra genocidio por primera vez ahora, que se cumple el centenario. Claro,
otros recuerdos se agolpan pero no puedo hacer larga la entrada.
Como se cuelan las noticias y que agradecido estoy que a
veces lleguen. Hay gente que dejará de enviar noticias en esta época de
comunicaciones tan personales y, a la vez, tan impersonales. Quizás nunca
sabremos porque ocurre. Si habrán muerto, si habrán querido dejar de hacerlo,
si tendrán nuevos intereses en la vida. Sospecho que por una grieta en el muro
del tiempo y del espacio detectaremos o nos enteremos de las causas de los
silencios. La red que está suspendida enviará alguna señal. Si fuéramos árboles
nos enteraríamos por las raíces o por algún olor.
Trabajar con hermanas, con monjas, tiene sus cosas. Estoy en
Bata para tener unas sesiones de trabajo con el grupo. Antes de empezar a
trabajar rezan y ofrecen el día. Estoy con ellas y participo. Pensaba en la
noticia que poco antes había conocido y miraba al cielo buscando un asteroide.
Estuvo rebién.
lunes, 18 de mayo de 2015
Akong
España y Francia, y en menos medida la propia Guinea Ecuatorial,
dominan la vida cultural de Malabo, entendida como conferencias, exposiciones,
conciertos, presentaciones y actos parecidos. Decir esto es casi lo mismo que
decir por donde se mueve la vida social de los denominados expatriados a la que
se suman no pocos nativos. Al menos la que está al alcance de todas las
fortunas ya que todas las actividades en este campo son gratuitas y atraen a
quienes estén interesados. Me doy cuenta que, si esto no fuera un blog ligero
para una comunicación informal, el párrafo que acabo de escribir daría para
empezar un análisis sociológico. Pero ahora estoy en otra cosa.
Anteayer, en el Centro Cultural Español, tuvo lugar la inauguración
de la exposición fotográfica de Robert Royal. Tres miradas de tres países:
Guinea Ecuatorial, Estados Unidos y España. En la exposición, una selección de
fotografías más antropológicas para el caso de Guinea, de edificios
emblemáticos de Madrid, donde reside el fotógrafo, y de personajes del
movimiento en pro de los derechos humanos de Alabama, de finales de los años sesenta
del siglo pasado, con fotos que evocan los ritmos musícales americanos: soul,
swing, blues, bebop o jazz.
Los embajadores de España y de los Estados Unidos inauguran
la exposición. En los discursos aparecen referencias a las coincidencias y a
las casualidades. A acciones, aparentemente banales que ocurren en un lugar del
tiempo, que luego, muchos años más tarde, adquieren unas dimensiones
inimaginables. Atención, me digo, entonces a cualquier acto aparentemente
banal. Después el fotógrafo, tras un breve discurso formal, va presentando
detenidamente las fotos. Pasea por cada una de las cuatro docenas de fotos y
hace una breve explicación de cada una de ellas y responde a las escasas
preguntas.
La gente que acudió conversan. Unos se conocen y el
encuentro es un momento para compartir. Otros llegan por primera vez y es una
oportunidad para presentar. Se forman corros. También conversaciones de dos o
tres personas que luego se deshacen y se forman nuevas. La vida social sigue el
curso que arranca con una primera vez. Hay quién es presentado, otros que se
presentan, otros que solo están presentes, miran, escuchan y desparecen.
Seguramente otros ni habrán llegado. Muchas veces pienso en la importancia y el
valor de las presencias y de las ausencias. Todas tienen su significado o, al
menos, se lo atribuyo. Estar. Sentir. Estar presente. Sentir la presencia.
Sentir la ausencia. Ser.
Cómo llegué antes a la inauguración, pude ver como en el
patio se juega al akong. Si, solo ver, porque comprender nada. Se trata de un juego
de sobremesa tradicional de buena parte de esta parte del mundo. Dos rivales manipulan
unas bolitas o semillas, enfrentándose en tu tablero con dos filas paralelas de
siete casillas cada una. Los jugadores mueven las bolitas entre las casillas a
una velocidad endiablada. Pronto me doy cuenta que es un tema de destreza mental
más que manual. Al rato, no muy largo, uno de los jugadores da cuenta de las
bolitas del otro y gana la partida. El resultado no es extraño que se
manifieste en forma de aspavientos en los que es fácil identificar quién ganó
la partida y quién no. Tengo la impresión que se trata de un tema de destreza mental más que manual. Los jugadores
mueven las 35 semillas, que se distribuyen en las casillas, de un lado al otro
y al final uno se queda con todo. No he comprendido nada, pero la pasión y la
habilidad atraen. En el patio del Centro Cultural juegan cada viernes cuando
cae la tarde. Me cuentan que están preparando, si no existe ya, una versión
informática de este juego.
sábado, 16 de mayo de 2015
Jaume
Ha vuelto a ocurrir. Los que estábamos cerca veíamos como
te hacías esperar. O quizás estabas haciendo un guiño al tiempo para aparecer a
las 15 y 15, del 15 del 5 del 2015. Seguro que estabas tramando algo.
Pero esto es ahora quizás una anécdota. Lo importante es
que estás aquí. No importa lo que tardaste. Seguro que o había alguna cosa que
hacer o no era llegado el tiempo. O los días anteriores habían sido demasiado
calurosos y para empezar la vida deseabas algo más propio. Hay que ser
condescendientes con las tardanzas, normalmente tienen explicación. Además nadie
se acuerda de ellas cuando, lo que tiene que suceder, sucede. Tampoco es muy
importante que te salude desde la distancia, una de mis señas de identidad.
Esto no quita ni un ápice de intensidad ni de calor. Tendremos, como casi con
todos, aprender a crear las complicidades necesarias para que nos reconozcamos
en cualquier parte. Muchos sabemos ya de esto y me temo que sigue creciendo. Sí,
claro. Mentiría si no dijera que extraño este calor tibio de la presencia real,
el olor de la piel, el aroma del café, el acento del habla que nos acerca, los
gustos de las primeras cosas, los pasos que van solos porque los caminos nos han
impregnado de tal manera que conducen sin pensar a los pies. Como mentiría si
no dijera que me gusta salir adonde no conozco, donde la curiosidad me llama,
al paisaje de los sueños, al lugar en el que me siento útil, donde se termina
todo lo que conozco sobre todo de mi mismo, a los caminos que no pueden ser
andados sin poner los cincuenta sentidos en cada paso. Lo que le decía a tu hermano cuando pasó por
tu momento de ahora, vale también para ti. Algún día tendremos el tiempo de leerlo
juntos. Toda una vida por descubrir, por vivir y, sobre todo, por ser.
Bienvenido Jaume, en lo más profundo!
martes, 12 de mayo de 2015
Trayecto
Amanece. La luna está en el cenit y, donde se espera la
salida del sol, unas nubes densas mandan relámpagos. Las luces de la noche se
debilitan en favor de la aurora. Las bombillas hacen evidentes las ventanas y
una vida interior despierta. Los faros de los coches permiten intuir los trayectos
de las carreteras que descienden de la montaña. Los gallos cantan. Los soldados
corren en formación por las calles gritando, para darse ánimos, con sus voces
graves. Tañe una campana. El Pico Basilé está cubierto como casi siempre de
nubes. El nuevo día se instala.
Caminaré por las calles que ya son familiares. Como la
distancia, desde donde vivo a donde trabajo, es relativamente corta voy cada
día por un camino distinto que la alarga. Tejo el camino y lo complico. Rodeo
más manzanas buscando caminos nuevos, combinando las calles longitudinales con
las transversales. Las tres manzanas, que serían las lógicas, se convierten rápidamente
en cinco, siete, nueve, once y hasta trece. Me da tiempo para desayunar tomar
un café y un croissant, comprar una botella de agua para la mañana y no llegar
demasiado sudado a la oficina. Aún así antes de las ocho ya estoy sentado en la
oficina. En este trayecto veo como la ciudad se despierta. Veo como las puertas
se abren, como las persianas se levantan. Dará tiempo hasta que me paren una
vez más para identificarme. Habré podido saludar a algún tendero madrugador con
el que ya hemos establecido esta conexión a partir del, brevísimo y no
constante, encuentro matutino. Pasaré por delante los que, de los países limítrofes
y seguramente inmigrantes ilegales, esperan en la acera contigua al Ministerio
para ser contratados por días o por horas. Habré visto como las puertas de los
patios de los dos o tres colegios con los que me cruzo, depende del itinerario,
habrán engullido a buena parte de los escolares. Llegaré al trabajo lleno de vida, de vida
cotidiana. De la que está hecha la gente.
No escribiría nada de todo esto, que no tiene ningún valor
para nadie, si no conservara aún en la cabeza el grito y el llanto del niño que,
saliendo desnudo de uno de los callejones que perforan las manzanas, corrió delante
de mí.
domingo, 10 de mayo de 2015
Puerto
Voy a recoger el coche que llega en barco desde Bata. Voy al
Puerto Viejo de Malabo, el que está bajo la Catedral, el Sofitel y el Palacio Presidencial.
La enorme explanada y los muelles no
impide que el San Valentín, el barco que llega de Bata, tenga que esperar a que
un inmenso carguero ´zarpe y pueda atracar. Total solo son casi tres horas de
espera, una minucia. Puedo entonces sentarme en un poyete al lado del muelle y
observar. Observar como los muchachos pescan con sedales y anzuelos. Como las
mujeres preparan unas paradas de fortuna con parasoles y cajas para vender
refrescos, tabaco y algunas chucherías. Como los muchachos venden saldo para
cargar los teléfonos. Como otros, con carretillas rojas, forman un grupo y preparan la
estrategia del abordaje para acarrear los bultos que traigan los pasajeros.
Como llegan los últimos tripulantes del carguero que pronto saldrá y que dan
una última mirada a la ciudad que lo acogió en los dos últimos días. Puedo ver la
llegada de los coches, camionetas, pickups y otros vehículos que vienen a
buscar a los pasajeros y sus cargas. También a los que se alinean para embarcar
en el viaje de vuelta a Bata. Puedo ver los prácticos que ya se acercan alrededor
del carguero que desamarra y maniobrarán para zarpar. Toda una coreografía
humana y mecánica, con esta solemne lentitud africana y marítima, que se dan la
mano bajo el sol de justicia que solo la hora, empieza la tarde, trata de aplacar.
En el mar salta algún pez y, en el cielo, los cuervos de pecho blanco y las
gaviotas parecen ofrecerse como figurantes. Los cúmulos lejanos y densos sobre
la costa camerunesa dibujan, sobre el horizonte y los rompeolas, el fondo del
decorado.
Marcha un barco y llega otro. Uno enorme y otro, en
comparación, pequeño. Uno lleno de contenedores y otro lleno de todo. Apenas
fondea se abre el portón lateral y es como si se abriera la cueva del tesoro.
Todos se arremolinan hacia la entrada y entran y los de dentro quieren salir.
Ellos y los vehículos. El orden se pone solo. Aquí nadie controla nada. Unos policías,
desde la distancia, conversan como intuyendo que el mejor control es el que se
produce espontáneamente. Un caos ordenado, un caorden que diría alguno. Del
barco salen personas con maletas y bolsas. Otras con cestos de verdura a modo
de mochilas. Otras con armarios y colchones. Con soperas enormes llenas de un
líquido que solo el plástico que las recubre me impiden ver. Con cabras. Con
jaulas portátiles que llevan cerdos. En una de ellas, en la que se ha abierto
un agujero, un cerda grita desesperada con la cabeza fuera. Otros cerdos salen
amarrados con las patas delanteras y traseras y son dejados sobre el suelo y
bajo el
sábado, 9 de mayo de 2015
Bocinazos
Camino por la ciudad vieja camino del mercado público. Uno
no puede dejar de fijarse en los taxis ya que son los dueños de las calles. En
Malabo están pintados de algo parecido al blanco tirando a crema y de algo parecido al bermellón
tirando a marrón. También hay otros que son particulares que hacen de taxista,
me temo que piratas, y que son de cualquier color. Aquí, como en casi todos los
lugares en África el taxi es compartido y barato. De hecho es el único
transporte público asegurado. Hay muy pocos transportes en común de mayor capacidad
que la de los taxis. Así que viajan en un mismo vehículo hasta cuatro personas
que suben y bajan cuando les conviene. El taxista ha de calcular y aceptar la
ruta de forma que no penalice a ninguno de los pasajeros que van montados. Por
tanto es frecuente que acepte o rechace pasajeros en función de los trayectos
de los que están dentro. Cada trayecto cuesta quinientos francos cefas. Si es
largo cuesta mil y si lo es más se negocia. En las calles hay un constante concierto de
bocinas de los taxistas. Cada bocinazo responde a un código de comunicación. El
bocinazo del que busca el cliente y que va dirigido al peatón. El bocinazo que
significa que acepta y del que lo rechaza. El del saludo al colega conocido. El
que corresponde al saludo a un conocido que va por la acera o cruza delante de
él. El del enojo por una mala maniobra. El bocinazo de las intersecciones de
las calles. El bocinazo del que busca la prioridad. En fin, un concierto que
solo amaina pasado el anochecer si no hay demasiado tránsito. A esta hora ya
hay poco pasajero, poco transeúntes, poco tránsito y un silencio relativo
intenta apoderarse de la ciudad.
Si en la calzada los reyes son los taxis, en las aceras hay
muchos otros personajes. En general, si hay sombra, son los dueños de los comercios
los que ponen su silla en la acera. Si no hay muchos clientes dormitan. También
hay niños que juegan. Te encuentras con reparadores de ordenadores, de teléfonos
y vendedores de saldo, que se instalan en algún rincón de la calle en una mesa
cuyo frontal anuncia su oficio. Sastres con la máquina de coser bajo los
soportales. Cruzan también gallinas con sus pollitos. Gentes que esperan. Mujeres
que preparan comida en improvisadas cocinas que sirven en mesas en los
callejones que se abren a las aceras y que conducen al mundo del interior de las
manzanas. Vendedores de pan. Vendedoras de fruta y hortalizas. A veces se ven
personas, generalmente mujeres, sentadas inmóviles durante mucho tiempo
aparentemente impasibles a los que sucede alrededor. Otras veces saludan, aquí
la gente se saluda bastante aunque sea con la mirada, buscando conversación. Perros
extremadamente delgados, con el pelo malo y deslustrado del que no se alimenta,
husmeando donde pueden. En las aceras con sol no hay nadie.También hay objetos. Cables que se descuelgan de los
entramados aéreos inservibles de la electricidad o del teléfono, contenedores
de basura, construcciones que deben proteger una instalación eléctrica. Mesas
que servirán para instalar algo que vender.
No llegaré al mercado. Amador, que regenta una tienda cercana, me llama desde el otro lado de la calle. Cruzo. Empieza a hablarme
del Barça, de la situación del país, de lo que pasa con los bubis, de como era los tiempos de la colonia, de sus años en Madrid y de su mamá. Me cuenta que su hermana está en España y pronto
regresará y será entonces cuando me invite a su casa para tomar una cerveza. En
su tienda compro una magdalenas que ha preparado su madre. Si consigo una buena
papaya quizás tenga para la merienda.
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