martes, 23 de junio de 2015

Divina Comedia

Cuando voy a Bata, cosa que sucede más o menos una vez al mes, suelo comer en el restaurante que Cecilia tiene en el interior de una manzana. Así como las manzanas de Malabo son verdaderas comunidades y si te abocas a su interior todo un mundo nuevo va a aparecer ante tus ojos con viviendas, almacenes, tiendas, colegios, callejuelas, puestos de comida, servicios de reparación de cualquier cosa, talleres, almacenes, peluquerías, iglesias y hasta a veces y sorprendentemente espacios aún por ocupar, en Bata las manzanas son menos sorprendentes. Es un espacio cuadrilateral, generalmente irregular y bien delimitado con vallas y las aceras correspondientes. Puede que haya algún edificio en el interior, pero parecen zonas más espaciosas en la que la densidad de lo que acabo de enumerar es mucho menor. Parece como si Bata hubiera perdido, si la tuvo, una estructura urbana primigenia. Esta trama decididamente urbana que es tan evidente, y atractiva para mí, que si tiene el viejo Malabo. Bata parece como rehecha sospecho que  a partir de un aniquilamiento de casas preexistentes. Esto ha dado lugar a un ensanche, a casas altas, a calles espaciosas, a una ciudad abierta a la luz y a la modernidad.  Hablo como un ignorante o un advenedizo. El lector habrá de perdonarme ya que solo interpreto por lo que veo o imagino ver.  No he conocido con anterioridad la ciudad. Tampoco me he documentado mucho.  

Pues bien, en una de estas manzanas y aprovechando un espacio esquinero y con un poco de desnivel, al que se desciende por unas  escaleras de piedra, cemento, adoquines, ladrillos y baldosas,  está el restaurante de Cecilia. El restaurante es como un patio con mesas alrededor de las paredes que delimitan el espacio. Sobre las mesas están unos tejaditos que alivian del calor y resguardan de la lluvia. En uno de los ángulos un mango grande protege cuatro o cinco mesas con sus sillas. En el centro, una barra circular con una suerte de bohío que la cubre, hace de bar de fortuna. En uno de los lados, protegida por una pared de mosquitera está la cocina con su pica sus, fogones, sus planos para preparar los alimentos, la barbacoa y su chimenea, el refrigerador grande y un espacio que conduce al almacén en el que hay unos lavabos para los del restaurante. En otro de los extremos del patio, una puerta permite acceder a un pasillo sin techo que lleva a los lavabos. A veces los vecinos o los transeúntes y entran como si estuvieran en su casa. Lo saben. Entran y salen para sus necesidades sin preguntar, ni saludar, ni despedirse, ni agradecer.


Hace dos años que Cecilia llegó de Barcelona. Es hija de guineanos y fue allí cuando era realmente pequeña. Desde que supo que yo era de allí, siempre hablamos en catalán. Dice que le gusta y que no quiere perderlo, lo cual no parece fácil pues lo habla perfecto.  Vino, por la crisis. Allí todo estaba muy mal y como podía disponer de este espacio, que era de sus padres, pues aprovechó y montó el restaurante. De hecho ya su padre tenía la intención de construir uno y de abrirlo para vete a saber cuándo. No tenía prisa pero pensaba que quizás alguno de sus hijos quisiera regresar y así tenía una ocupación. Además a él le venía bien porque apenas recibe una pensión. Pocos meses antes de terminar, bueno de dejarlo mínimamente dispuesto para empezar a funcionar, falleció de repente. Todo está hecho con sus manos. Por esto Cecilia quiere tanto este lugar, al que mira con la tristeza por la ausencia y con la esperanza de lo que tiene a su lado. A su lado tiene a su madre, pero sobre todo a su hijo que tiene una discapacidad. El padre, al parecer un tarambana, los dejó cuando ya se había comprometido a venir para acá. Ella lo disculpa y parece comprensiva con aquella situación. De hecho me insinúa que tiene pareja. Pero me da la sensación que su felicidad, si puedo decirlo, es independiente de su estado. Es de la clase de mujer que lleva consigo este estado de perfecta alegría y no precisa a nadie ni a nada para ser. Cocina divinamente cosas sencillas, buenas, naturales, sabrosas y gustosas. Parece como si al comer estuvieras alimentándote de alegría. De esta que le sale por los poros de la piel y con ella sazonara todo lo que te da. 


domingo, 21 de junio de 2015

Ponte en sus zapatos

Ayer conferencia debate en el centro cultural español y un recital de canción después. La conferencia debate trataba sobre las "Confluencias culturales afro-hispanas: el papel de la mujer ante el colonialismo y la desigualdad" de la mano de la investigadora Joanna Allan, como rezaba en el programa. El recital  fue de Fani Ela Nsue. Vamos por partes.

La conferencia coloquio fue una más que  Interesante reflexión a propósito de un trabajo de investigación sobre un elemento del tardo colonialismo español en Guinea Ecuatorial. Se centraba en el trasfondo de las complejas formas de resistencia de la mujer frente al sometimiento que trataban de imponer a las mujeres autóctonas, por parte de la metrópoli, a través de las estrategias vehiculadas por la Sección Femenina del partido del franquismo, la falange, y el principal instrumento de adiestramiento en este terreno: el Servicio Social. Lo que en España era conocido como la mili de las mujeres y que se mantuvo durante todo el régimen franquista. El núcleo gordiano, a mi modo de ver era de qué forma podía escapar, si lo conseguía, la mujer guineana al por lo menos triple desafío. Por un lado el papel que la mujer guineana, africana por extensión,  juega en la sociedad, reina en el hogar pero desplazada, en lo social.  Luego el papel asignado por la potencia colonizadora en tanto que integrante de un pueblo sometido. Finalmente, la vuelta de tuerca, de la presión ideologizada para ponerse al servicio del poder machista a través de los instrumentos sofisticados que tan bien conocimos y aún padecemos en la España de nuestros días. Luego el debate, en el que se expresaron tantas ideas y se visualizaron tantos gestos que pensé lo mucho que queda por hacer a favor de la igualdad. Algunas preguntas inquietantes que retuve del debate fueron las situadas en torno a la dicotomía, o la identificación, entre cultura y tradición y el uso que, como hemos visto en tantas partes, lo que hace es perpetuar las formas de dominio de los poderes establecidos.

La segunda parte, quizás no tan diferente de la primera, fue el concierto de Fani Ela Nsue, en el hall. Mesas y sillas, recreando un cabaret. Excelente cantante que hace de la voz  el más bello y emotivo instrumento para transmitir su corazón. Sea versionando o cantando sus canciones, fusionaba los ritmos que más impregnan las fibras de sus ser: el soul, el flamenco, el reggae, el jazz, la bossa nova. Fue para mí un delicioso momento del día.










 Lleva bajo el brazo el último decálogo elaborado por las ideólogas de la institución. Se trata de un manual de la esposa ideal. Se puede leer: "Si (tu marido) sugiere la unión, accede humildemente, teniendo siempre en cuenta que su satisfacción es más importante que la de una mujer. Cuando alcance el momento culminante, un pequeño gemido por tu parte es suficiente para indicar cualquier goce que haya podido experimentar". O: "No te quejes si llega tarde, si va a divertirse sin ti o si no llega en toda la noche. Trata de entender su mundo de compromisos". O: "A su llegada a casa déjalo hablar, recuerda que sus temas son más importantes que los tuyos".

http://www.diariodecadiz.es/article/cadiz/1379749/la/milide/las/senoritas.html

jueves, 18 de junio de 2015

Hipster

No quiero que las cosas vuelvan a ser como antes. Como en los viejos tiempos que dices. Saben tanto a rancio. Tal vez estábamos más tranquilos, pero tan inmensamente aburridos. Teníamos aquella paz que solo se parecía a la de los cementerios, aunque me la vendías envuelta con papel couché. Ya sé que dirás que entonces teníamos de todo, que no nos faltaba nada. Demasiado diría yo, era como estar atontados todo el día. Dirás que nos alborotábamos cuando venían las vacaciones y surgían aquellas divertidas aventuras de Capri, o cuando tuvimos la suerte de recibir en la casa de Coral Gables tantas veces a James , que con su piano y aquella Christine que tu decías que no sabías muy bien quién era, pero que le consoló cuando enviudó y estuvo realmente con él. Realmente. Cuando él, aturdido por cómo iban las cosas, dejó de controlarlo todo. Por cierto,  ¿sabes que James acaba de morir? Lo leí el otro día en el periódico, uno de estos traspapelados que corrían en la embajada de Francia. Y tú, que te decías tanto su amigo, no has sido capaz de escribir a Christine ni una nota de pésame, ni una llamada. Es que eres cobarde, vergüenza me debería dar de ti, pero ya ni eso, ¿para qué? ¡Después de todo lo que pasó! Pero bueno, volvamos a lo que hablábamos. No, quiero volver a los tiempos pasados, por mucho que creas que esta sea la manera de salvar nuestro matrimonio, que yo creo que hace años se fue a pique, cuando tuviste aquella aventura con aquella furcia deslenguada que entró en casa aquella maldita noche de tu cumpleaños, te pensabas que pudiendo entrar todo el mundo, como si fuera una quedada, tu fiesta, tu maldita fiesta iba a ser más sonada, aún recuerdo que decías, hoy es mi día feliz y voy a tener una fiesta feliz. ¡Capullos de mierda todos!

La que así hablaba era una mujer realmente dolida. Adentrada muy bien en los cuarenta. Quiero decir que se veía espléndida. Hablaba con un acento marcadamente italiano y estaba sentada junto a un hombre ridículamente sesentón. Digo esto, porque tenía el aspecto de un adolescente, no tanto obviamente por su físico ya bastante maltratado, sino por la vestimenta y los complementos. Mientras ella llevaba un sencillo pero elegantísimo vestido negro entallado con unos aretes plateados, él vestía una camisa estridentemente estampada que trataba de tapar su voluminoso vientre, unas bermudas que caídas dejaban ver aquella hendidura que da inicio al final de la espalda, un sombreo de vaquero y una gafas de enorme montura de pasta amarilla. El rostro mal afeitado y un cigarro manejado con juvenil desparpajo querían conferirle este aspecto desaliñado y pretendidamente hipster con el que disimular el irremediable paso del tiempo.

La ciudad tiene esto. En alguna de estas terrazas abocada a la calle principal te asomas casi sin querer a otras vidas. Otras vidas que a veces son copias de las cercanas o de conocidas. Como si escucharas el eco de palabras oídas o pronunciadas y apenas nada hubiera cambiado. Crees ver allí representados, como en un escenario de la intra o infrahistoria personal, los personajillos que todos somos, erigidos en actores o espectadores de mala opereta.  La proximidad de las mesas, el tono generalmente alto, a veces perturbadoramente alto, en el que se producen este tipo de conversaciones, en las que el pudor cambia de acera, tal vez para hacerse oír en medio del estrépito urbano por los coches y sus cláxones, las obras cercanas de la construcción de un edificio o estos martillos neumáticos que por allí cercan reventaban el asfalto para empotrar una tubería que debería cruzar la calle, forzaban a este incremento casi histriónico de voz, que me ha permitido recordar y ahora evocar.

El escuchaba sin inmutarse, tal vez ni escuchaba. Como heredero de una cultura mal digerida, o tal vez habitante  de un tiempo que se negaba a aceptar, el hombre invocaba la necesidad de volver a los tiempos en los que empezaban. Aquella época en la que, sin duda lubricada por un dinero que pensaba ahora escaseaba, podía engatusar a la entonces probable jovencita enamorada salida de cualquier atolladero y ahora convertida en alguien que quizás quisiera tomar las riendas de una vida. Pero esto es sin duda demasiado suponer para tan poco conocimiento. Solo hilvanaba hilos que tejían las palabras, los gestos y alguna geografía.


Hay días en los que no pasa nada, pero otros están llenos de la comedia humana. ¿Qué qué harían allí? No tengo ni idea, ni quiero saberlo. Pero el, digamos, espectáculo escénico que montaron, claro, no únicamente para mí, fue, en medio de la habitual calma de la ciudad y más a aquellas horas en la que el atardecer se despide, de triste antología. De todos modos, fui alejándome prudentemente de la conversación y me empecé a preocupar por algo que realmente me iba a interesar en los próximos minutos. Una tormenta estaba llegando acompañada de truenos. Suerte que llevaba conmigo mi paraguas. 

miércoles, 17 de junio de 2015

Paraguas

Hace días que no hablo de Melania. Pero Melania sigue limpiando la planta primera del Ministerio, que es la planta que tiene que limpiar. Melania canta. Melania habla. Melania canta. Ahora, desde que me contó parte de la vida que tuvo con su marinovio francés, conductor de ferrocarriles en Gabón en la única línea del país, hablamos en francés. Me cuenta, con la nostalgia de años pasados y mejores, el trayecto que él hacía entre Libreville y Franceville, de casi 700 km, y de cómo podía ella viajar gratis entre cualquier estación de la línea. Y como él tuvo que regresar a Francia. Y como finalmente él le pidió que no lo llamara más por teléfono, de aquellos de sobremesa recalcaba, porque le dolía el corazón. El corazón del alma suya de él. Y también el de ella. Así fue pasando el tiempo ella en que aprendió a callarse y a guardarse. Hasta que regresó a Guinea, primero al continente y después a la isla y luego pasó lo que pasó con la hermanita que ya conté en el episodio aquel trágico del hotel. Pero hoy no estamos aquí para seguir contando cosas tristes.

Melania se quedó con mi paraguas antes de que yo saliera para Barcelona, adonde fui en una escapada rápida aquellos días del corpus y del aniversario del presidente, para conocer a mi nieto. Se quedó con el paraguas para así asegurarse que ella lo tendría y no tener que esperar que le regalara uno que le pudiera comprar. Porque a lo mejor me olvidaba y así se lo aseguraba. Luego podría regresar y con la precipitación del viaje olvidarme de comprarlo u olvidarme de comprarlo simplemente porque sí. Porque ella sabe de la naturaleza de que están hechos los hombres. Que todo prometen y nada cumplen. Que ella ha tenido ya mucha experiencia y que no se fía de casi ninguno. Quizás su papá fue el único que merece ser recordado como el único hombre que ha conocido y que vale la pena. Pero los hombres… Ay, los hombres. Especialmente los blancos que prometen todo y no dan nada. Y si lo dan es porque quieren más cosas a cambio, más cosas de las que ella no quiere hablar ahora. Por esto es bueno quedarse lo más pronto posible con las cosas, como mi paraguas, para que así no le falten. Y si tanto me interesa el paraguas, me dijo, ya me encargaré de comprarme uno donde convenga.


Como así hice.

Richard Burton

Leo los escritos de Richard Burton. El inclasificable personaje que en la mitad del siglo antepasado recorrió las tierras africanas y efectuó también algo más que paseos en el país en el que vivo y trabajo. El libro de Arturo Arnalte, que recopila escritos del personaje, convenientemente contextualizados y explicados, proporciona un retrato triple: el del personaje, el de los africanos y el de la tierra visitada. Me atrevo a situar un cuarto, poliédrico, conformado por tres mentes: la de la que proporciona la visión notarial, casi de taxidermista, encarnada por el autor, recopilador e interpretador a su pesar (AA); la que se erige como un trueno y se levanta frente al mundo como portavoz sesgado e interesado, furioso y melancólico, de la cultura de origen (RB) y el lector, un servidor.

Todo esto confluye en una hora de la tarde, cuando el cansancio del día y la densa atmósfera hacen mella, en la que una lectura, disimuladamente ávida, busca conexiones con el presente.  Rebusca coincidencias y desencuentros de una experiencia que no solo es corta sino que es tan distante que la haría inválida. Pero la lectura está para esto. Para evocar la infancia y sus proyectos, para fantasear el pasado, para poner nombres e historia al paisaje, para entender de dónde venimos, para explorarnos en nuestras contradicciones, para justificar lo íntimamente injustificable, para un delirio temporal y controlado, para pretendernos sabios, para imaginar que vivimos más vidas o que soñamos más sueños, para intuir una explicación del presente.

En este pedazo de mundo, donde la espera se convierte el mejor aliado para acercarse al momento y reconvertirse en instante lúcido, ahondar en lo que ha configurado una manera de estar y de ser, recobra un sentido primigenio. Nada es que no provenga de algo y así labramos lo que somos. En cualquier parte puede ser, pero aquí es un privilegio.


Richard Burton, cónsul en Guinea española. Una visión europea de África en los albores de la colonización. Arturo Arnalte. La Catarata, 2005

lunes, 8 de junio de 2015

Ciudad

Hay una atmósfera entre pesada y áspera que no cesa. Tal vez solo calma cuando tras la lluvia una ráfaga de viento persistente y larga, arrastra al mar lo que se ha acumulado en horas de calor, de humedad y de calima espesa. Entonces puede uno sentir una ligera invasión de aire vivificador que no puede despreciar. Un frescor interior que circula vivificador entre la piel y la ropa permanentemente humedecida por el sudor. Si no, lo único que te queda es hacerlo tú mismo o inventarlo. Hace el mismo efecto o mayor, porque tomas consciencia que eres hacedor de cualquier estado. De cualquier estado del ser, quiero decir.

La ciudad es así y creo que no debe haber una alternativa. La tomas o la dejas. Además es una opción que hay que hacer en la espesura de uno mismo. Nadie vendrá en tu auxilio para ayudar a tomarla. Por supuesto que nadie lo hará por ti. Entregarte a la ciudad y diría que a la isla depende solo de uno. Como todo.

Las paredes, los muros, tienen una tendencia reciente a ocultarse. Si pueden enseguida las recubren con unas placas metálicas que dan la sensación de acabados de edificios metálicos y de vidrio. Como un falso techo que se desplomara por las superficies verticales. Como si quisiera ser una superficie antiadherente en la que ningún rastro de tiempo, ni de la espesura del aire, pudiera quedar depositado. Como si los muros ya no fueran dignos testigos del paso del tiempo y les negaran la dignidad de la pátina. Como si quisieran ocultarla de sí misma para convertirla en una masa informe de pretendida modernidad. ¿A dónde habrá que buscarte ciudad, ahora que te niegan la forma?


Me gusta cuando camino seguir viendo los colores crema y marrón rojizo de los muros y los techos de tantos colores. Los vestigios de las casas coloniales, los de las casas de madera o las casas nuevas sin revestimientos metálicos. Las grietas, los desconchados, los estigmas. La ciudad hubiera dado para haber sido descrita por Italo Calvino. Para eso debería haber sido también imaginada.  Apuesto que no la conoció o la descartó. O la transformó para hacerla Berenice. Si tuviera que adscribirla a una de las categorías, de aquella obra matemática, iniciática, alquímica, que propone me decantaría por las ciudades de los intercambios, de los deseos, de los recuerdos. Más que una ciudad escondida es una ciudad que esconde. Es lo suficientemente pequeña como para explicar que lo que esconde no es producto de la magnitud o de la complejidad, sino del arrojo, o de su falta, del que se siente llamado a descubrirla. Están invitando a penetrarla los pequeños callejones que se abren tímidos, pero retadores, a las aceras de las calles principales, donde otros mundos esperan. La ciudad parece llamada a ser escrita. Ahora voy a resistirme a escribir la frase con la que Calvino finaliza su libro. No quiero, no puedo, no debo. 

lunes, 1 de junio de 2015

Sirenita

Edú es terco y selecto. Ha llegado sin embargo a la edad de tener que procurarse el sustento. Amador como es de la carne y el pescado, está retado a conseguirlos por sí mismo. Si no lo hace, solo podrá tener su plato de yuca o de malanga, si acaso con algún pedazo de pollo medio perdido, o una pepesoup más aguada que sustanciosa.  Por esto empieza a pensar que será el bosque y los ríos donde debe procurarse el alimento que quiere, además de empezar a ganarse un incipiente respeto que termine con su fama de malcriado y caprichoso. Los dieciséis aguardan y ya no vale seguir esperando vagando que la familia le ponga la comida en la boca. Además, la bravuconería de la que hace gala con las chicas, mostrándose valiente y aguerrido, y pendenciero y provocador con los chicos, ya no dan más de sí sin pruebas de su pretendido valor.

Así pues llega el día de salir solo al bosque. Ya ha acompañado muchas veces a su padre y a su tío. Lleva tiempo haciendo esto, más a disgusto que con ganas. Con ellos y con sus hermanos y primos ha observado, con menos interés del debido, algunos gestos, algunos trucos usados en la pesca y la caza. Provisto de un sedal y un machete busca un lugar en el río en el que pescar. Ha ido lejos, donde el río se remansa y luego va cayendo por pequeños taludes formando una sucesión de piscinas escalonadas, de grandes pozas. En una de estas se instala. Tira el bajo de línea con una anzuelo y espera. Recoge, lanza, espera, recoge, lanza, espera… De este modo una y otra vez. De pronto un árbol cae estrepitosamente al río…


Así empieza, más o menos, el cuento de La sirenita de aguas dulces, donde la perplejidad, el miedo y las contradicciones van a ser alguno de los elementos fundamentales.