sábado, 22 de febrero de 2014

Viajes

Estos días estoy tanto en los distritos, donde la vida es más vida, y las conexiones a internet son tan complicadas que me parece que estoy sumergido en otra dimensión del espacio, del tiempo y de la comunicación.

Hago kilómetros y kilómetros para llegar a cada uno de ellos y los viajes son un permanente asombro. Los monzones y las lluvias han vestido la naturaleza de un verde generoso. Los baobabs han perdido su prestancia, vestidos como están con su follaje que los hace parecidos a los otros grandes árboles. Los ríos bajan caudalosos erosionando lo que encuentran a su paso. Los animales cruzan alegres las carreteras con evidente riesgo mutuo. Kilómetros y kilómetros de una comunión íntima de todo con la naturaleza. Si no fuera por la interminable banda gris de la carretera no hay ningún vestigio de materiales modernos. No se ven ni tendidos de electricidad ni de teléfono y las casas de los poblados no presentan ningún material que no sea el que siguen utilizando durante decenas y decenas de años. Ni metales, ni plásticos. Ausencia absoluta de vehículos, salvo alguna bicicleta. Hileras de gente de todas las edades caminando por las carreteras en busca de la escuela próxima, del agua, de la machamba, de la casa propia o la de los vecinos. En una forma de vida que parece milenaria y que tiene el sabor de la más simple de las felicidades, de la sustantiva.

Y más arriba, el cielo. Con este espectáculo siempre renovado de las nubes que todo lo cruzan y lo forman. Que presenta tantos escenarios como miradas haces. Al norte con la lluvia que cae con cortinas atroces o con cortinas suspendidas de una lluvia que no terminará de llegar al cielo. Al este, con un arco iris formado por los rayos que atravesaron otra lluvia. Al sur con una masa grisácea, oscura y relampagueante que hace temer a los que nos dirigimos a ella o nos alivia cuando la dejamos atrás. Al oeste, con el cielo como pintado por un artista que hace de los rojos, los amarillos y los azules la fuente de cualquier evocador paisaje para la escondida y secreta mirada interior.


Y luego, al llegar a cada distrito, el trabajo con la gente. Allí donde las horas van a pasar sin darte cuenta. Donde vamos a hablar de lo nuestro. De salud y como trabajar con ella casi sin nada. Con las manos, la cabeza y el corazón. Con cuatro euros por habitante y por año, quizás con cinco si es buen año. Donde aprenderé tanto y donde comparto lo que sé. 






Puestos de venta en la carretera y donde duermo en Montepuez

domingo, 16 de febrero de 2014

San Valentín

Siempre me han llamado la atención las vidas de los anacoretas y las vidas de las esposas de los científicos. Me parecen dos mundos tan fascinantes como inaccesibles. De ambos dudo que nunca llegue a saber mucho o, al menos, no mucho más que superficialidades. Es sobre alguno de estos algos, de alguna de estas superficialidades, que diré una o dos cosas, no mucho más, pero que servirá para la entrada de hoy. 

Estoy apenas despertándome y la disposición de mi ánimo es aquella que uno tiene cuando acaba de despertarse, es muy temprano, ha estado lloviendo toda la noche y ha escuchado durante horas la gota, que cae de la gotera, que ha estado golpeando el balde que coloqué a media noche para recogerla, después que me levantara para orinar y me llevara la sorpresa de la casa inundada cuando a oscuras noté los pies mojados al dirigirme al cuarto de baño.

Pues bien, retomo lo que anuncié en el primer párrafo. Entre las vidas del primer mundo me viene a la cabeza la de Pacomio, de la que no diré nada ahora, tal vez otro día y explicaré porque la tengo en la cabeza. Entre las vidas del segundo de los mundos no diré mucho más, pero sí algún detalle que será mucho menos excelso que la vida del padre del yermo.

Recuerdo bien porque me fue dado viajar en un tren de alta velocidad de Madrid a Córdoba. Hará ya algunos años. Tenía que encontrarme con un profesor para hablar de su posible participación en una jornada sobre la salud pública y la naturaleza. Ahora mismo no recuerdo su nombre pero si el de su esposa: Esperanza Carnicero. Esperanza me esperaba en la estación del tren y él se incorporaría más tarde, tenía trabajo. Ella me comentó que él se dedicaba a investigar temas medioambientales en relación con el cambio climático. Específicamente su tema de interés era el ciclo del fósforo y su mineralización. Se ocupaba de investigar como evitarla a través de producir o estimular el crecimiento de hongos que lo solubilizaran. No sé si era exactamente esto o algo parecido. También me habló de ella, con aquel desparpajo y gracia andaluza. Me dijo que era ingeniera aeronáutica pero que tras unos años trabajando en Getafe se había casado y era la feliz ama de casa y madre de cuatro hijos. Pero esto no es lo que hizo que retuviera mi atención sino aquella definición que ella había adoptado de lo que para ella era amor: aquel estado en el cual la felicidad de la otra persona era esencial para uno mismo. Ella había aprendido esto leyendo los libros de Robert Heinlein, nada más apropiado ni más recomendable a mi modo de ver, para la mujer de un científico, con los que se distraía en los pocos ratos libres que les dejaba la atención al hogar y a sus hijos. Más tarde, cuando él llegó, paseamos por Granada y por vez primera entre en la mezquita y me quedé muy impresionado, estuvimos en aquellos patios de naranjos, hablamos de lo que teníamos que hablar y de Maimónides. No conseguí su participación en la reunión, pero di por bien empleado el viaje. Regresé a Madrid y de allí a Barcelona. 

Y ahora, en las ensoñaciones del cerebro en esta hora temprana, he evocado aquel momento y ha reverdecido esta definición de amor.



(Heinlein es uno de los grandes autores de la ciencia ficción, a la altura de Asimov y de Clarke, con una vida personal apasionante y nada fácil y con una profundidad de pensamiento, a mi modesto parecer, absolutamente rescatable)

viernes, 7 de febrero de 2014

 La radio

La aproximación y la repulsión. Hoy no puedo deshacerme de la radio. Está demasiado viva y toca las fibras más hondas. Muy a menudo se entremete en el espacio propio, en el cálido receptáculo de lo que tengo, es decir de lo que soy. Y dentro encuentro hasta la grapa que puede convertirse en mano amorosa que me mece.

La falta de capacidad creativa o lo que otros llaman, con superchería mal disimulada, infantilismo parece un pecado que adolecemos los que tratamos de comunicar algo desde el sentimiento para huir de la angustia o para lanzar disimuladamente la impudicia contenida. Hubo o hay, me temo, un momento maldito en que los niños viven realidades adultas: los niños soldados, los niños putos, los niños trabajadores, los niños que hacen de adultos, impedidos de capacidad creadora para ser ellos mismo, de ejercer su oficio: ser bien aventurados. La infancia ha perdido casi toda su identidad. Las tecnologías se encargan de devorar la infancia. Antes, con la lectura, se daba punto final a la infancia. Desde el nacimiento hasta el primer libro, merecedor de tal nombre, había un espacio libérrimo y mágicamente vacío. Ahora, no sé cuándo ni cómo está pasando esto, solo puedo recuperar cosas buceando en mí mismo.

Porque con la lectura llegan los secretos. Los secretos de la cultura son el espacio donde se salvaguarda todo lo antinatural. La cultura enmascara todo. ¿Son entonces los niños los mensajeros de lo que no vemos? Habremos ya olvidado la necesidad de reproducirnos para que alguien pueda volver a vivir. Aquí veo a los niños jugando a con los juguetes que se fabrican, ya lo dije en otro momento, con los coches movidos y guiados con palos.

La idea de infancia en el mundo medieval pasó a mejor vida por la falta de vergüenza. Los niños habían de nacer adultos escuchando los arpegios y superando la muerte amenazadora: la que venía con las enfermedades, las guerras, los asaltos. De hecho muchas veces no tenían nombre hasta que no era más que probable una cierta vida adulta. Eran almas baratas que aspiraban a pronunciar o a escribir las ideas que le permitirán sobrevivir. Expresar algo que pueda saltar la repulsión. Como si por fin lograran la nueva forma de estructurar el pensamiento.

Algunos de estos pensamientos los fui pergeñando escuchando la radio. La radio me ha acompañado siempre. Creo que sería más adecuado decir que ya me he encargado que me la radio me acompañara.  Desde buscar con que aparato hacerlo, hasta saber las emisoras que en cada lugar valen la pena.

Pienso en los somieres metálicos que me servían de antena para las radios de galena, que luego fueron de transistores, de mi infancia hechas con mis manos. O las radio de válvulas y de lámparas del living de casa de mis padres. Hasta las radios pequeñas y portátiles para poder ir a cualquier lado. O las radios ahora de los móviles o la de la tableta. Y, ahora, en las radios virtuales, con los podcasts, puedes hasta recuperar lo que pensabas que nunca recuperarías, tú que habías pensado que una de los milagros de la radio era escuchar aquello en el momento y en directo y que ya nunca más oirías.

Ahora ya hemos llegado a la edad en la que no hubiéramos nunca pensado que llegaría, si no fuera porque todo lo imaginado puede convertirse en real. A la edad de la vida en la que te llaman a la edad que no tienes para volver a escuchar el grito. Tened cuidado los que tenéis niños en la edad propicia para que alguien les injerte, tal vez vosotros mismos, el germen del miedo.


Dedico este post a los niños y niñas con los que me cruzo casi cada tarde, que nos saludamos con un: Salama! que nos sonreímos; que levantamos el pulgar y que nunca leerán esto, pero que nunca dejarán, como yo, de sorprendernos.

Tati

La mort de la Tatiana Sisquella m’ha tocat. Era com de la família. Però què dic! Si he viscut sol tots els anys que ens hem conegut. Sempre la havia dut penjada de l’orella quan tornava caminant molts dies de la feina a casa. O quan arribava a casa i desplaçava contundentment la soledat. Era, generalment, al final del programa de La Tribu. Però tinc la consciència que la petita família circumstancial que formàvem ella i la tribu i jo, caminador, no s’ha esberlat amb la seva marxa. Sí, em sembla sentir-la ara, tan lluny, com si estigués aquí. 

miércoles, 5 de febrero de 2014

Sueltos

El sábado pasado presencié el accidente fatal de un motorista con un todo terreno. Ahorro los detalles. La inmensa mayoría  de los conductores y pasajeros de motos no llevan cascos. No es extraño ver en la moto tres y cuatro pasajeros con sus equipajes. A veces es una familia entera, a veces compañeros de trabajo. He llegado a ver en una moto una cabra como pasajero. Los mismos policías de tráfico van a en moto sin casco y ocasionalmente multan a motoristas sin casco. La compra de una moto, para incentivar la prudencia, incluye siempre un casco. Pero lo que deduzco es que lo deben guardar en casa. Paradójica y sorprendentemente anteayer vi un ciclista con casco de moto: creí ver un marciano.

Hace días que no escribo en el blog. Pero cada día he pensado en hacerlo. Estaba esperando la disposición del ánimo para eso. A menudo cuesta tanto transformar las sensaciones, las ideas, las vivencias en palabras. Y tal vez esto es menos difícil que ponerlas en algo mínimamente presentable. Hoy creo que puedo enviar algo, modesto, pequeño, como los sueltos en unas páginas interiores de un diario personal que busca acercarme a algo, a alguien nunca sé muy bien quien es, pero que intuyo. Esto importa bastante menos que la ayuda que obtengo, que me doy, cuando tecleo.


Ayer pensaba que si en el Índico se diera el oleaje que ha habido en España los días pasados, los efectos sobre mi casa serían los de un verdadero tsunami. Ahora veo alejarse la tormenta sobre el mar. Ya ha anochecido y los relámpagos dan a la inmensidad del espacio marino la apariencia de un teatro wagneriano. Las nubes fulminadas, los resplandores, el zigzagueo de las luces, los reflejos sobre las aguas, el rielar de los rayos se abre ante mis ojos como la paz que me acompaña tras la tempestad. Pero ahora que termino a escribir esto todo vuelve a empezar, vuelve a descargar. Es como la vida…