San Valentín
Siempre me han
llamado la atención las vidas de los anacoretas y las vidas de las esposas de
los científicos. Me parecen dos mundos tan fascinantes como inaccesibles. De
ambos dudo que nunca llegue a saber mucho o, al menos, no mucho más que
superficialidades. Es sobre alguno de estos algos, de alguna de estas
superficialidades, que diré una o dos cosas, no mucho más, pero que servirá para
la entrada de hoy.
Estoy apenas
despertándome y la disposición de mi ánimo es aquella que uno tiene cuando
acaba de despertarse, es muy temprano, ha estado lloviendo toda la noche y ha
escuchado durante horas la gota, que cae de la gotera, que ha estado golpeando el
balde que coloqué a media noche para recogerla, después que me levantara para
orinar y me llevara la sorpresa de la casa inundada cuando a oscuras noté los pies mojados al dirigirme al cuarto
de baño.
Pues bien, retomo
lo que anuncié en el primer párrafo. Entre las vidas del primer mundo me viene
a la cabeza la de Pacomio, de la que no diré nada ahora, tal vez otro día y
explicaré porque la tengo en la cabeza. Entre las vidas del segundo de los
mundos no diré mucho más, pero sí algún detalle que será mucho menos excelso que
la vida del padre del yermo.
Recuerdo bien
porque me fue dado viajar en un tren de alta velocidad de Madrid a Córdoba. Hará
ya algunos años. Tenía que encontrarme con un profesor para hablar de su posible participación
en una jornada sobre la salud pública y la naturaleza. Ahora mismo no recuerdo
su nombre pero si el de su esposa: Esperanza Carnicero. Esperanza me esperaba
en la estación del tren y él se incorporaría más tarde, tenía trabajo. Ella me
comentó que él se dedicaba a investigar temas medioambientales en relación con
el cambio climático. Específicamente su tema de interés era el ciclo del
fósforo y su mineralización. Se ocupaba de investigar como evitarla a través de producir o
estimular el crecimiento de hongos que lo solubilizaran. No sé si era
exactamente esto o algo parecido. También me habló de ella, con aquel desparpajo
y gracia andaluza. Me dijo que era ingeniera aeronáutica pero que tras unos años
trabajando en Getafe se había casado y era la feliz ama de casa y madre de
cuatro hijos. Pero esto no es lo que hizo que retuviera mi atención sino
aquella definición que ella había adoptado de lo que para ella era amor: aquel
estado en el cual la felicidad de la otra persona era esencial para uno mismo.
Ella había aprendido esto leyendo los libros de Robert Heinlein, nada más
apropiado ni más recomendable a mi modo de ver, para la mujer de un científico, con los que se distraía en los pocos
ratos libres que les dejaba la atención al hogar y a sus hijos. Más tarde, cuando
él llegó, paseamos por Granada y por vez primera entre en la mezquita y me
quedé muy impresionado, estuvimos en aquellos patios de naranjos, hablamos de lo
que teníamos que hablar y de Maimónides. No conseguí su participación en la
reunión, pero di por bien empleado el viaje. Regresé a Madrid y de allí a
Barcelona.
Y ahora, en las ensoñaciones del cerebro en esta hora temprana, he
evocado aquel momento y ha reverdecido esta definición de amor.
(Heinlein es uno de los grandes autores de la ciencia ficción, a la altura de Asimov y de Clarke, con una vida personal apasionante y nada fácil y con una profundidad de pensamiento, a mi modesto parecer, absolutamente rescatable)
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