domingo, 16 de febrero de 2014

San Valentín

Siempre me han llamado la atención las vidas de los anacoretas y las vidas de las esposas de los científicos. Me parecen dos mundos tan fascinantes como inaccesibles. De ambos dudo que nunca llegue a saber mucho o, al menos, no mucho más que superficialidades. Es sobre alguno de estos algos, de alguna de estas superficialidades, que diré una o dos cosas, no mucho más, pero que servirá para la entrada de hoy. 

Estoy apenas despertándome y la disposición de mi ánimo es aquella que uno tiene cuando acaba de despertarse, es muy temprano, ha estado lloviendo toda la noche y ha escuchado durante horas la gota, que cae de la gotera, que ha estado golpeando el balde que coloqué a media noche para recogerla, después que me levantara para orinar y me llevara la sorpresa de la casa inundada cuando a oscuras noté los pies mojados al dirigirme al cuarto de baño.

Pues bien, retomo lo que anuncié en el primer párrafo. Entre las vidas del primer mundo me viene a la cabeza la de Pacomio, de la que no diré nada ahora, tal vez otro día y explicaré porque la tengo en la cabeza. Entre las vidas del segundo de los mundos no diré mucho más, pero sí algún detalle que será mucho menos excelso que la vida del padre del yermo.

Recuerdo bien porque me fue dado viajar en un tren de alta velocidad de Madrid a Córdoba. Hará ya algunos años. Tenía que encontrarme con un profesor para hablar de su posible participación en una jornada sobre la salud pública y la naturaleza. Ahora mismo no recuerdo su nombre pero si el de su esposa: Esperanza Carnicero. Esperanza me esperaba en la estación del tren y él se incorporaría más tarde, tenía trabajo. Ella me comentó que él se dedicaba a investigar temas medioambientales en relación con el cambio climático. Específicamente su tema de interés era el ciclo del fósforo y su mineralización. Se ocupaba de investigar como evitarla a través de producir o estimular el crecimiento de hongos que lo solubilizaran. No sé si era exactamente esto o algo parecido. También me habló de ella, con aquel desparpajo y gracia andaluza. Me dijo que era ingeniera aeronáutica pero que tras unos años trabajando en Getafe se había casado y era la feliz ama de casa y madre de cuatro hijos. Pero esto no es lo que hizo que retuviera mi atención sino aquella definición que ella había adoptado de lo que para ella era amor: aquel estado en el cual la felicidad de la otra persona era esencial para uno mismo. Ella había aprendido esto leyendo los libros de Robert Heinlein, nada más apropiado ni más recomendable a mi modo de ver, para la mujer de un científico, con los que se distraía en los pocos ratos libres que les dejaba la atención al hogar y a sus hijos. Más tarde, cuando él llegó, paseamos por Granada y por vez primera entre en la mezquita y me quedé muy impresionado, estuvimos en aquellos patios de naranjos, hablamos de lo que teníamos que hablar y de Maimónides. No conseguí su participación en la reunión, pero di por bien empleado el viaje. Regresé a Madrid y de allí a Barcelona. 

Y ahora, en las ensoñaciones del cerebro en esta hora temprana, he evocado aquel momento y ha reverdecido esta definición de amor.



(Heinlein es uno de los grandes autores de la ciencia ficción, a la altura de Asimov y de Clarke, con una vida personal apasionante y nada fácil y con una profundidad de pensamiento, a mi modesto parecer, absolutamente rescatable)

No hay comentarios:

Publicar un comentario