La radio
La aproximación y
la repulsión. Hoy no puedo deshacerme de la radio. Está demasiado viva y toca
las fibras más hondas. Muy a menudo se entremete en el espacio propio, en el
cálido receptáculo de lo que tengo, es decir de lo que soy. Y dentro encuentro
hasta la grapa que puede convertirse en mano amorosa que me mece.
La falta de
capacidad creativa o lo que otros llaman, con superchería mal disimulada, infantilismo
parece un pecado que adolecemos los que tratamos de comunicar algo desde el
sentimiento para huir de la angustia o para lanzar disimuladamente la impudicia
contenida. Hubo o hay, me temo, un momento maldito en que los niños viven
realidades adultas: los niños soldados, los niños putos, los niños trabajadores,
los niños que hacen de adultos, impedidos de capacidad creadora para ser ellos
mismo, de ejercer su oficio: ser bien aventurados. La infancia ha perdido casi toda
su identidad. Las tecnologías se encargan de devorar la infancia. Antes, con la
lectura, se daba punto final a la infancia. Desde el nacimiento hasta el
primer libro, merecedor de tal nombre, había un espacio libérrimo y mágicamente
vacío. Ahora, no sé cuándo ni cómo está pasando esto, solo puedo recuperar
cosas buceando en mí mismo.
Porque con la
lectura llegan los secretos. Los secretos de la cultura son el espacio donde se
salvaguarda todo lo antinatural. La cultura enmascara todo. ¿Son entonces los niños
los mensajeros de lo que no vemos? Habremos ya olvidado la necesidad de
reproducirnos para que alguien pueda volver a vivir. Aquí veo a los niños jugando
a con los juguetes que se fabrican, ya lo dije en otro momento, con los coches
movidos y guiados con palos.
La idea de infancia
en el mundo medieval pasó a mejor vida por la falta de vergüenza. Los niños habían
de nacer adultos escuchando los arpegios y superando la muerte amenazadora: la
que venía con las enfermedades, las guerras, los asaltos. De hecho muchas veces no tenían nombre hasta
que no era más que probable una cierta vida adulta. Eran almas baratas que
aspiraban a pronunciar o a escribir las ideas que le permitirán sobrevivir.
Expresar algo que pueda saltar la repulsión. Como si por fin lograran la nueva
forma de estructurar el pensamiento.
Algunos de estos
pensamientos los fui pergeñando escuchando la radio. La radio me ha acompañado
siempre. Creo que sería más adecuado decir que ya me he encargado que me la
radio me acompañara. Desde buscar con
que aparato hacerlo, hasta saber las emisoras que en cada lugar valen la pena.
Pienso en los
somieres metálicos que me servían de antena para las radios de galena, que
luego fueron de transistores, de mi infancia hechas con mis manos. O las radio
de válvulas y de lámparas del living de casa de mis padres. Hasta las radios pequeñas
y portátiles para poder ir a cualquier lado. O las radios ahora de los móviles
o la de la tableta. Y, ahora, en las radios virtuales, con los podcasts, puedes
hasta recuperar lo que pensabas que nunca recuperarías, tú que habías pensado
que una de los milagros de la radio era escuchar aquello en el momento y en
directo y que ya nunca más oirías.
Ahora ya hemos llegado
a la edad en la que no hubiéramos nunca pensado que llegaría, si no fuera
porque todo lo imaginado puede convertirse en real. A la edad de la vida en la que
te llaman a la edad que no tienes para volver a escuchar el grito. Tened
cuidado los que tenéis niños en la edad propicia para que alguien les injerte,
tal vez vosotros mismos, el germen del miedo.
Dedico este post a los niños y niñas con los que
me cruzo casi cada tarde, que nos saludamos con un: Salama! que nos sonreímos;
que levantamos el pulgar y que nunca leerán esto, pero que nunca dejarán, como
yo, de sorprendernos.
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