viernes, 7 de febrero de 2014

 La radio

La aproximación y la repulsión. Hoy no puedo deshacerme de la radio. Está demasiado viva y toca las fibras más hondas. Muy a menudo se entremete en el espacio propio, en el cálido receptáculo de lo que tengo, es decir de lo que soy. Y dentro encuentro hasta la grapa que puede convertirse en mano amorosa que me mece.

La falta de capacidad creativa o lo que otros llaman, con superchería mal disimulada, infantilismo parece un pecado que adolecemos los que tratamos de comunicar algo desde el sentimiento para huir de la angustia o para lanzar disimuladamente la impudicia contenida. Hubo o hay, me temo, un momento maldito en que los niños viven realidades adultas: los niños soldados, los niños putos, los niños trabajadores, los niños que hacen de adultos, impedidos de capacidad creadora para ser ellos mismo, de ejercer su oficio: ser bien aventurados. La infancia ha perdido casi toda su identidad. Las tecnologías se encargan de devorar la infancia. Antes, con la lectura, se daba punto final a la infancia. Desde el nacimiento hasta el primer libro, merecedor de tal nombre, había un espacio libérrimo y mágicamente vacío. Ahora, no sé cuándo ni cómo está pasando esto, solo puedo recuperar cosas buceando en mí mismo.

Porque con la lectura llegan los secretos. Los secretos de la cultura son el espacio donde se salvaguarda todo lo antinatural. La cultura enmascara todo. ¿Son entonces los niños los mensajeros de lo que no vemos? Habremos ya olvidado la necesidad de reproducirnos para que alguien pueda volver a vivir. Aquí veo a los niños jugando a con los juguetes que se fabrican, ya lo dije en otro momento, con los coches movidos y guiados con palos.

La idea de infancia en el mundo medieval pasó a mejor vida por la falta de vergüenza. Los niños habían de nacer adultos escuchando los arpegios y superando la muerte amenazadora: la que venía con las enfermedades, las guerras, los asaltos. De hecho muchas veces no tenían nombre hasta que no era más que probable una cierta vida adulta. Eran almas baratas que aspiraban a pronunciar o a escribir las ideas que le permitirán sobrevivir. Expresar algo que pueda saltar la repulsión. Como si por fin lograran la nueva forma de estructurar el pensamiento.

Algunos de estos pensamientos los fui pergeñando escuchando la radio. La radio me ha acompañado siempre. Creo que sería más adecuado decir que ya me he encargado que me la radio me acompañara.  Desde buscar con que aparato hacerlo, hasta saber las emisoras que en cada lugar valen la pena.

Pienso en los somieres metálicos que me servían de antena para las radios de galena, que luego fueron de transistores, de mi infancia hechas con mis manos. O las radio de válvulas y de lámparas del living de casa de mis padres. Hasta las radios pequeñas y portátiles para poder ir a cualquier lado. O las radios ahora de los móviles o la de la tableta. Y, ahora, en las radios virtuales, con los podcasts, puedes hasta recuperar lo que pensabas que nunca recuperarías, tú que habías pensado que una de los milagros de la radio era escuchar aquello en el momento y en directo y que ya nunca más oirías.

Ahora ya hemos llegado a la edad en la que no hubiéramos nunca pensado que llegaría, si no fuera porque todo lo imaginado puede convertirse en real. A la edad de la vida en la que te llaman a la edad que no tienes para volver a escuchar el grito. Tened cuidado los que tenéis niños en la edad propicia para que alguien les injerte, tal vez vosotros mismos, el germen del miedo.


Dedico este post a los niños y niñas con los que me cruzo casi cada tarde, que nos saludamos con un: Salama! que nos sonreímos; que levantamos el pulgar y que nunca leerán esto, pero que nunca dejarán, como yo, de sorprendernos.

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