miércoles, 9 de octubre de 2013

Grand Central

Aquel día bajaba por las escaleras de Grand Central con mi esposa cogida del brazo. Íbamos muy elegantes y con un paquete no muy voluminoso a una de aquellas reuniones que Judit, una amiga de mi cuñada, recién separada y propietaria de una tienda de antigüedades, organizaba en su casa a las afueras de Greenwich, Connecticut. Desde allí el tren era la manera más rápida y práctica de llegar. Cualquiera que sea el lugar en el que esté, el tren, si lo hay, me ofrece una fascinación sin límites. Me gusta todo, desde la liturgia de la compra de los billetes, el paseo por los la estación y los andenes, la búsqueda y la subida a los convoyes, la colocación del equipaje, paquetes o las ropas, el traqueteo discreto pero todavía perceptible, el paisaje de cualquier trayecto, el descenso y la llegada con alguien esperando o en soledad, con aquella perturbación inicial y el asombro que se sigue cuando empiezas a buscar las ya conocidas o las nuevas referencias.

La casa a la que íbamos era una de aquellas preciosas, de madera, que uno suele ver en las películas yanquis. Situada en uno de aquellos jardines que parecen parques y que se acaban diluyendo en la naturaleza sin solución de continuidad hasta la siguiente casa. Tenía la ventaja de que estaba cerca de la casa de mis cuñados y que, al acabar, podríamos pasar allí la noche. El tiempo no era muy apacible aquellos días y lo mejor sería regresar al día siguiente.

Estas reuniones no sé si tenían para ella el escondido secreto de encontrar nuevos amigos o bien de huir por un rato del tedioso tiempo que parecía vivir. Su vida tras salir de la tienda de antigüedades consistía en tratar de domesticar a sus hijos adolescentes, esta era la expresión que utilizaba, mientras consumía crecientes cantidades de Dry Martini a partir de la puesta de sol. La hora de inicio de este consumo no era una hora muy avanzada. Estábamos en mitad de diciembre y ya habían caído la primera nevada. Digamos que su vida no parecía atravesar por su mejor momento. Sabíamos que tras su primera o segunda copa aparecía su conversación más brillante, aquella que la convertía en el centro de todas las miradas y de todas las escuchas. Sucedía que aparecía su inusitada belleza e inteligencia, pero estas eran lo suficientemente efímeras como para que la languidez, que iba a suceder al poco tiempo, fuera muy recordada. No sabía muy bien si por los instantes luminosos vividos o por el arranque en un llanto y desespero que parecían venir de profundas raíces.   


Aquel día bajábamos por las escaleras de Gran Central hacia el hall. Íbamos muy elegantes a comprar los billetes para Greenwich, cuando nos cruzamos con el jefe de los maleteros de la estación. Un hombre de color, más o menos de mi estatura y edad, vestido con el elegante uniforme de su rango. Al cruzarse con nosotros le dijo a ella guiñándole un ojo: Happy travels with daddy!





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