Grand Central
Aquel día bajaba
por las escaleras de Grand Central con mi esposa cogida del brazo. Íbamos muy elegantes
y con un paquete no muy voluminoso a una de aquellas reuniones que Judit, una
amiga de mi cuñada, recién separada y propietaria de una tienda de antigüedades,
organizaba en su casa a las afueras de Greenwich, Connecticut. Desde allí el
tren era la manera más rápida y práctica de llegar. Cualquiera que sea el lugar en el que esté, el tren, si lo hay, me ofrece una fascinación sin límites. Me gusta todo,
desde la liturgia de la compra de los billetes, el paseo por los la estación y los andenes, la
búsqueda y la subida a los convoyes, la colocación del equipaje, paquetes o las
ropas, el traqueteo discreto pero todavía perceptible, el paisaje de cualquier
trayecto, el descenso y la llegada con alguien esperando o en soledad, con
aquella perturbación inicial y el asombro que se sigue cuando empiezas a buscar
las ya conocidas o las nuevas referencias.
La casa a la que
íbamos era una de aquellas preciosas, de madera, que uno suele ver en las películas
yanquis. Situada en uno de aquellos jardines que parecen parques y que se acaban diluyendo en
la naturaleza sin solución de continuidad hasta la siguiente casa. Tenía la
ventaja de que estaba cerca de la casa de mis cuñados y que, al acabar, podríamos pasar
allí la noche. El tiempo no era muy apacible aquellos días y lo mejor sería regresar al día siguiente.
Estas reuniones
no sé si tenían para ella el escondido secreto de encontrar nuevos amigos o
bien de huir por un rato del tedioso tiempo que parecía vivir. Su vida tras salir de la
tienda de antigüedades consistía en tratar de domesticar a sus hijos
adolescentes, esta era la expresión que utilizaba, mientras consumía crecientes
cantidades de Dry Martini a partir de la puesta de sol. La hora de inicio de
este consumo no era una hora muy avanzada. Estábamos en mitad de diciembre y ya
habían caído la primera nevada. Digamos que su vida no parecía atravesar por su
mejor momento. Sabíamos que tras su primera o segunda copa aparecía su
conversación más brillante, aquella que la convertía en el centro de todas las
miradas y de todas las escuchas. Sucedía que aparecía su inusitada belleza e
inteligencia, pero estas eran lo suficientemente efímeras como para que la languidez,
que iba a suceder al poco tiempo, fuera muy recordada. No sabía muy bien si por
los instantes luminosos vividos o por el arranque en un llanto y desespero que
parecían venir de profundas raíces.
Aquel día bajábamos
por las escaleras de Gran Central hacia el hall. Íbamos muy elegantes a comprar
los billetes para Greenwich, cuando nos cruzamos con el jefe de los maleteros de
la estación. Un hombre de color, más o menos de mi estatura y edad, vestido con
el elegante uniforme de su rango. Al cruzarse con nosotros le dijo a ella guiñándole un ojo: Happy travels with daddy!
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