Garimpeiros
Encaro las
últimas semanas. Lo bebo todo con fruición y a la vez con resignación. Que África
te marca con un hierro incandescente está fuera de toda duda. Solo el cielo y
estos horizontes te salvan y te ayudan a superar el dolor de esta marca. Una
marca que quieres tener, como otras de las marcas que tienes en tu cuerpo. Otra
cicatriz más. Alguna por fuera y otras por dentro. Un cuerpo como un mapa, como
las líneas que no alcanzan a delimitar lo infinito. Algunos quieren salir como
desesperados y otros no querríamos salir nunca, sino fuera porque otros anhelos
y otras fronteras están esperando afuera. O solo sea el fluir de la vida que va
poniendo los desvíos que corresponden sin saberlo. Las marcas que indican los
caminos y, en la encrucijada, siempre el camino difícil. Allí donde está el recodo de la paz oculta. ¿O no buscan sino
esto los garimpeiros con los que me cruzo tan a menudo? Busca y buscan hondo.
Sin apenas protección. Ni entiban ni se ponen casco. La luz que esperan, que no
es la que tienen, es la que producirá, en medio de la oscuridad, el pico con la
piedra del rubí. El fulgor del fuego libre que nace en los sueños y espera
habitar la estancia grande, la casa de los techos altos, las ventanas abiertas
y los horizonte nuevos por lo que no transitaste aún.
Ya vas viendo la
señal del tiempo. Aprendiste a saber en qué momento eres llevado. En qué
momento has de reinventarte o dejar de contaminarte o no traicionarte, o crear
o aceptar.
Escribo esto en un momento en el que sospecho nadie me leerá. Es la
noche de un sábado, la víspera de un domingo en el que nadie imagina que tengo
que ir a trabajar a un distrito pobre, con gente que parece que emplea este
tiempo para no penalizar otro tiempo. Vaya a saber. A mí no me importa. Solo sé
que he de estar. Es como cuando en otro tiempo atendía llamadas en domingo o
por las noches y preguntaba débilmente porqué la llamada a aquella hora. Daba
igual la respuesta. Tenía que ir. Así hoy. Así mañana. A veces, en estas
llamadas de horas inciertas, cogía el coche y al rato me mareaba y bajaba y
vomitaba y seguía. Uno nunca sabe que hay en realidad. A veces ni siquiera sabe
que hay detrás de lo aparente. Porque nada, o casi, es lo que parece.
Hay quien tiene
todas las certezas y yo tengo un montón de dudas aún. Pero voy tras ellas a ver
si aclaro algo. Hoy hablo de mí y no estoy seguro que debiera hacerlo. No voy a
seguir mucho más. Pero es como lo que decía el Quijote: tú mismo te has forjado
tu fortuna. Y hay que apechugar. Pero al menos, oigo, trata de contarla bien.
Hay otros
garimpeiros que lavan arena y se entregan a buscar las pepitas y no pueden
desconcentrarse, porque no hay tantas. De hecho casi no hay ninguna, por esto
buscan el tesoro. Sino lo único que harían es recoger. Un garimpeiro no es alguien
que esté entregado a recoger. Esto lo hacen otros. Nadie les dijo que esto iba
a ser fácil. Lo entendieron a la perfección. Él se juega la vida en cada
envite, en cada picotazo, en cada lavada. Han de tener la vista puesta en la
batea con la que juegan como maestros con las densidades, los granos, la dilución,
la fuerza centrífuga y la centrípeta, la fuerza de la gravedad. Claro que si
viene Alima a bañarse cerca de donde lavan pueden distraerse y esto no conviene
a nadie. Ella tal vez se descubra ante quién le regale la pepita más grande.
Así, mientras lavan cantan la canción de Alima. Unos y otros saben que hay otra
clase de verdad.
En el video,
cruzando en coche por una aldea de garimpeiros.
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