miércoles, 14 de agosto de 2013

Cloro

Cada mañana, sobre las cuatro y poco, el muecín me despierta cuando llama a la oración desde el minarete de la mezquita cercana. En Marruecos, donde también trabajo a temporadas, me suele pasar lo mismo. Lejos de molestarme encuentro placer en este despertar que también se acompaña, indefectiblemente, del canto de los gallos, de los coches y camiones que pasan por la carretera y de mil y otros sonidos que a esta hora parecen más sonoros. Salgo de sueños, generalmente silenciosos, y el despertar al nuevo día está lleno de vida. Por donde primero entra la vida es a través del sonido y algunas veces por el tacto.

Cuento esto porque recuerdo que algo parecido, el canto del muecín, sucede en la historia del sitio de Lisboa de Saramago. Es un aspecto marginal y casi accesorio de una novela, en el que el cambio del sentido de una frase, modifica el sentido de la historia y explica lo que podría haber sido.

Recordar esta fantástica novela tiene que ver con algo que supe la semana pasada. El distrito en el que pasé el fin de semana pasado tuvo, a principios de año, una epidemia de cólera. Hubo muchos casos. Fallecieron algunas personas. La indignación crecía por momentos. La atribución a la mala calidad del agua estaba presente. Sobre todo desde que se supo que el jefe del poblado había decidido, para evitar la propagación de la enfermedad, añadir cloro al agua. La similitud fonética entre cólera y cloro hizo que se imputara al cloro, el cólera. La indignación creció. El pueblo se alzó. Quizás se aprovecharon otras circunstancias o antecedentes. Puede que hubiera alguna venganza personal o política. No lo puedo saber, pero puedo suponerlo. Al final el líder fue muerto a golpes de catana, linchado.


Curioso también que aquí, al pequeño colorímetro que mide el cloro residual del agua de consumo, no lo llamen medidor de cloro. Lo llaman certeza.

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